La suerte quiso que el martes por la tarde la Filmoteca proyectase Ojos sin rostro, y que el miércoles por la mañana Avalon programase el pase de prensa de Holy motors, que acaba de ganar varias cosas en Sitges (enmendando a Cannes, de donde la peli de Carax se fue con las manos vacías) y cuyo estreno en España está previsto para mediados de noviembre; vamos, que con pocas horas de diferencia me vi lo primero y lo último de Edtih Scob, esa actriz de extraña belleza que se estrenó en el cine, si no me equivoco, en el primer largometraje de Franju, La tête contre les murs.
Allí el rostro de la actriz aparecía como una emergencia directa de lo sublime en medio de un manicomio, sin que esa epifanía de la belleza tuviera ninguna relación con la historia que la película desarrollaba. Es fácil suponer que la idea de situar el semblante hermoso y magnético de la Scob en medio de una historia tan oscura como la de Ojos sin rostro parte de ahí, si bien, como todo el mundo recuerda, la mayor parte del metraje nos tenemos que conformar con una máscara que reproduce fielmente los rasgos del personaje pero que nos hurta su expresión, con lo que nos quedamos con una copia congelada de su verdadera cara (en realidad, la cara que desea el padre/amante, un rostro donde nada de lo Real deje su inscripción). Sólo en una secuencia disfrutaremos de la actriz en todo su esplendor angelical, como enuncia explícitamente Louise, la figura materna encarnada por Alida Valli.
Si bien Edith Scob siempre ha tenido un punto de locura en la mirada (lo que la emparenta con Leonor Silveira, otra belleza etérea que a ratos bordea la enajenación) Carax elige para ella un look más bien maternal que recuerda un poco a Julie Andrews, lo que le va bien a Céline, ese ángel de la guardia que conduce a Lavant por todos los avatares de sus distintas encarnaciones en esa limusina protectora que es el único espacio donde puede descansar en su verdadera personalidad.
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