Multitud de relatos míticos y de cuentos populares (y, por desgracia, noticias en los medios) hablan de padres que encierran a sus hijas bajo siete llaves para preservarlas de los males del exterior; si bien en el ámbito simbólico va de suyo que un príncipe (o un dios) será capaz de vencer las reticencias paternas y demostrará estar a la altura de la tarea que le espera junto a la heroína (bien, es cierto que Zeus, por ejemplo, no se tomaba tantas molestias).
Ojos sin rostro es una de las variaciones contemporáneas más interesantes e influyentes (y siniestras) de este tema, en la que, gajes de la época, la tensión incestuosa está acusadamente marcada, mientras que el príncipe potencial acaba diluyéndose según avanza la narración. Otra línea argumental que se cruza con la anterior, y propiamente moderna, es la de la tacha insoportable del objeto absoluto, aquí el rostro convertido en pura llaga de Christiane, cuya visión el protagonista del film, el doctor Genessier, no puede soportar. Para conjurar ese inconcebible rasgo real de ese objeto que se sueña invulnerable el héroe contemporáneo está dispuesto a cualquier crimen, ya sea un pacto con el diablo o con esa forma laica de lo demoníaco que suele ser la ciencia en la literatura desde la época del Romanticismo.
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