martes, 27 de enero de 2009

Caos Calmo

Estas navidades perseguí infructuosamente esta novela por alguna librería segoviana y la biblioteca de mi barrio, y como esos dones de los cuentos de hadas me llegó a destiempo, cuando ya el deseo de leerla era un recuerdo del pasado, aunque la inercia de los sentimientos hizo que me la llevara, convencido como estaba de que sería un libro agradable que no cambiaría la historia de la Literatura (en lo que no me he equivocado). Al final la he devorado compulsivamente, sentado en los andenes del metro hasta terminar cada capítulo antes de poder moverme, y eso que la película es un resumen fiel de todo lo que ocurre (vamos, que sabía como terminaba, con esa historia que invierte la de Primavera Tardía y en donde es la hija la que tiene que separar al padre que se había quedado pegado a ella).
Y mientras la leía pensaba en que, realmente, es imposible para el hombre ser ateo: cuando uno se para a pensarlo puede reconocer que ninguna instancia garantiza el sentido, pero en la práctica todos actuamos como si existiera (bueno, todos no, pero para eso hay un nombre, psicosis), porque si no no saldríamos cada mañana a la calle convencidos de que el día seguirá a la noche y el metro aparecerá por el túnel negro y nos llevará al trabajo y no a otro tiempo ni a geografías extrañas. Al protagonista, Pietro, le ocurre una de esas cosas que hacen tambalearse esa fe en la realidad: no sólo muere su mujer, sino que muere mientras él está salvando de ahogarse a otra, en una escena que en el libro está muy conectada con el sexo en su vertiente más primaria. La gracia del libro (y de la peli, pero el libro tiene más tiempo para desarrollarlo) es que Pietro se convierte en un eremita con muchos puntos para caer en la locura, pero es todo lo que le rodea lo que se lanza a la paranoia más desaforada, representada por una fusión empresarial que es descrita como un combate cosmogónico entre fuerzas celestiales enfrentadas. El pobre solitario se encuentra con que todo el mundo va a contarle sus cuitas progresivamente delirantes. Y es ahí cuando uno descubre que todo sentido es necesariamente delirante, porque es obvio que fuera del espacio de lo humano no hay nada del orden del sentido. Así Pietro empieza a sorprenderse de como unas canciones de Radiohead parecen escritas específicamente para él, y justo en el momento en que les presta atención, hasta el punto de que llega a pensar que su mujer se las dejó como un oráculo antes de morir, y tan consciente es de que eso que cree es absurdo como que es imposible dejar de creerlo.
Otro de los chistes del libro es su lado Traje del emperador: Pietro se convierte en una figura fascinate y misteriosa, al que se adscriben los más esotéricos y oscuramente sabios motivos para su reclusión, hasta el punto de que las deidades más altas se acercan a consultarle sus problemas, hasta que tiene que ser el niño (su hija) el que le diga que, en realidad, lo que está haciendo es el gilipollas.












domingo, 25 de enero de 2009

La clase

Si mal no recuerdo, La clase fue la última película que se proyectó en Cannes el año pasado, su recibimiento en el pase de prensa fue entusiástico y olió a premio desde que salimos de la sala, aunque yo pensé que se llevaría el del jurado. También ha entrado en las cinco seleccionadas a los Oscar a la mejor película extranjera que no esté hablada en inglés, junto con Vals con Bashir, que también se pasó en Cannes, también está comprada por Golem y también es estupenda.

Oficialmente dirigida por Cantet, La clase es un proyecto a cuatro manos, en el que el segundo pivote es François Bégaudeau, ex profesor y critico de cine que escribió un libro acerca de sus experiencias como profesor de instituto que es el punto de partida de la película, en la que ejerce casi de protagonista absoluto y director de escena.

Aunque el film se mueve en una estética de documental y la interpretación de los chavales (y los profesores) parece muy natural, una segunda visión permite apreciar que la estructura narrativa es bastante férrea. En el centro se coloca un conflicto irresoluble acerca de la ley: la aplicación de un castigo puede suponer la aniquilación de un sujeto, pero no aplicarlo puede hacer saltar el precario equilibrio, o los últimos restos de disciplina, que consiguen sostener el instituto como entramado social, conflicto que la sitúa del lado de la tragedia griega, el género occidental especializado en desarrollar las tensiones entre individuo y colectividad.
Y el tema que emerge de manera inevitable es el que recorre buena parte del cine francés contemporáneo: la imposibilidad de convertir la pulsión interior en un deseo articulado simbólicamente, o sea, mediado por el lenguaje: significativamente, las clases a las que asistimos son de lengua, y lo que vemos son los problemas que tienen los adolescentes para expresar emociones y sentimientos más allá de insultos y onomatopeyas, encerrados en su rechazo a un (registro del) idioma que perciben que pertenece al enemigo: los profesores, los blancos, los franceses. Vencidos dialécticamente por ese profesor a ratos bastante irritante, acaban estallando en explosiones de ira bastante destructiva. La película es bastante justa: los profesores “también” tienen problemas en ese sentido: para los alumnos son indestructibles, adultos acorazados, pero ellos también están a punto de derrumbarse, también están habitados por una pulsión siempre a punto de destruirlos y llevarse por delante todo el complejo sistema educativo tan trabajosamente construido en Occidente en los últimos siglos (se nos olvida que la educación gratuita y generalizada es un milagro rarísimo que puede desaparecer en cualquier momento).

Me llevé a mis dos hijos adolescentes (Quique, 16 años, Sara, 14) a ver la peli a los Golem (buena noticia: la sala estaba llena; mis hijos me preguntaron, asombrados, si alguna vez la había visto así, siempre que les había llevado se habían encontrado con veinte espectadores como mucho, hasta coincidmos con Susana), desde luego los acompañantes ideales: la película se prolongó en una animadísima charla en el metro en la que me bombardearon con anécdotas y opiniones (por ejemplo, no entendían la gravedad del acto de Suleimán; según mi hijo, abandonar la clase cabreado es casi una rutina en su instituto; por no hablar de lo marciano que les resulta el problema del tuteo a los profesores: Sara me contó como una excentricidad que uno de los suyos les exige tratarle de usted).

A la espera de que se traduzca el libro de Bégaudeau, el acompañamiento ideal para La clase es el artículo que Foster Wallace dedica en el último libro de reportajes que se ha publicado en España (Hablemos de langostas) acerca de sus experiencias como profesor de literatura y sus intentos por hacer comprender a alumnos fuertemente politizados (especialmente negros) la necesidad de conocer y manejar el inglés standard, no como una herramienta de dominación social, sino como un instrumento imprescindible para manejarse en muchos ámbitos, lo que no quita que, como también explica en otro ensayo, tan necesario sea para sobrevivir conocer todo tipo de niveles del idioma, y acertar en su área de aplicación.

300


300 entradas lleva ya este blog, y la entrada 300 no va a estar dedicada a la película de Snyder, que no he visto, ni al cómic, que me pareció ampuloso y ridículo (con lo que me ahorré la película, claro), ni siquiera a Herodoto, cuya narración de la batalla de las Termópilas he leído un montón de veces (son muy pocas páginas) porque la primera vez que la leí (debido a que Proust lo cita a mansalva, por ejemplo la anécdota de que Jerjes mandó azotar el mar) se me quedó grabada la respuesta que da el general espartano cuando le comentan que los arqueros persas son tan numerosos que sus flechas oscurecerán el sol:
-“Mucho mejor, así podremos combatir a la sombra”.

Esta entrada va a estar dedicada a mi sábado cinéfilo-familiar. Por la mañana me llevé a mi hijo pequeño (Víctor, 9 años) a ver Bolt. Era la primera vez que iba a ver una película en v.o.subt, y pasó la prueba con nota. Si no estoy mal enterado, Bolt es la primera película de animación de Disney realizada tras el desembarco de Lasseter en la cumbre, cosa que diría que se nota (para bien). Resulta ideal para ilustrar el concepto freudiano del principio de realidad: un perro vive en un plató de televisión convencido de que las aventuras que vive con su dueña y los superpoderes que ostenta su personaje son reales. Un cambio en la estructura narrativa de los capítulos hace que escape de su caverna platónica para buscar a su dueña; el delirio de omnipotencia choca, obviamente, con las características del mundo real, y tras unos divertidísimos gags (como el de la amenaza que sufre con un trozo de poliexpán, al que culpa de la pérdida de sus superpoderes) en que pretende sustentar ese delirio con una construcción también delirante, debe acomodarse al principio de realidad, para lo que tendrá de figura iniciática a una gata callejera. Como se ve, el punto de partida es el de infinidad de relatos contemporáneos, en los que el choque entre la fusión imaginaria con la imago primordial (habitualmente la madre, aquí la niña que es su dueña, en cualquier caso una figura femenina) y la brutal aspereza del mundo real hace que el prota acabe en un psiquiátrico; pero Lasseter parece empeñado en resucitar él solito lo que denominamos un relato clásico o simbólico: aquél en el que hay una vía de supervivencia para el sujeto tras la caída del delirio imaginario a través de una tarea simbólica, tarea que va marcada ya por las características de lo real, o sea, el dolor (y la muerte, en su caso, que no es éste). Bolt me gustó más de lo que esperaba (no esperaba mucho, también es cierto); tal vez esté lejos de las mejores pelis de Pixar, pero incluso cierta tensión en el interior de la película (parece destinada a un público bastante infantil, pero da la impresión de que por el camino ha ido adquiriendo una estructura más compleja: Víctor me preguntó un par de veces en qué plano de realidad nos encontrábamos en ese momento) juega a su favor.

Por la tarde me llevé a mis hijos adolescentes a ver La clase, pero como esto ya se me está haciendo largo lo contaré en otra entrada.

domingo, 18 de enero de 2009

La Mutter en el Auditorio


Hace unas semanas mi hermano me contó que había pedido unas entradas en el Ministerio de Cultura (donde trabaja) para el concierto que ha tenido lugar esta mañana en el Auditorio, a lo que las compañeras encargadas del reparto le contestaron: "Andá, si es la Mutter, pues lo llevas claro, porque para ver a ésta siempre hay bofetadas", aunque al final se ve que los abofeteadores tenían cosas mejor que hacer y pudo hacerse con dos butacas, lo que unido a que mi padre, previsoramente, se había agenciado una con anterioridad (porque mi padre ha resultado ser un asiduo fan de la Mutter, que es como la conocemos en la familia), ha permitido que yo me inicie en el culto a esta megacelebridad del violín, que como todo el mundo sabe, ya tocaba con Karajan a los trece años (dato cuyo conocimiento ha coincidido con la reseñada lectura de Muerte en La Fenice, donde un sosias del susodicho Karajan es descrito como un filo nazi y depredador sexual aficionado a las preadolescentes, lo que le ha dado un tinte algo siniestro a esta temprana colaboración musical, aunque aclaro que desconozco todo sobre la vida privada -y pública, la verdad- del director de orquesta alemán).
Mi mujer ha aprovechado para echarme en cara que fuera al concierto en su calidad de acontecimiento mediático-cultural y ha insinuado intereses inconfesables en mi insólito interés; así que en el metro me he entregado a sesudas reflexiones de corte situacionista aceca del circo de la alta cultura (desgraciadamente, el carácter inconfesable de una parte del interés que tenía en asistir al concierto hace que no lo pueda contar aquí).
¿Y el concierto? Pues ha estado bastante bien, dentro de lo que mi ignorancia en lo que respecta a la música culta contemporánea puede opinar. Constaba de dos obras de Sofía Gubaidulina, compositora rusa cuyo nombre he leído por primera vez en mi vida cuando me han dado el programa de mano y cuya música, dentro de mi cortísimo bagaje musical, puedo aproximar a Lutoslawski y al Bernard Herman hitchcockchiano más vanguardista.
Y he elegido esta foto porque la violinista luce en ella superbuena y me ha hecho gracia encontrarme a Soraya PP esta mañana en El Mundo también luciendo de mujer deseable (cosa que, sorprendentemente, conseguía), lo que abre perspectivas inagotables acerca de la imagen pública de mujeres que comparecen en el espacio social en ámbitos no marcados sexualmente (o sea, en este caso como políticos o virtuosos de un instrumento) y se atreven a mostrarse en un rol femenino no especialmente prestigioso para el feminismo políticamente correcto, esto es, como potencial objeto de deseo.

sábado, 17 de enero de 2009

Muerte en La Fenice


Impulsado por el hecho de que Susana se comprara un libro de Donna Leon como preparación para su viaje invernal a Venecia y la recomendación de Juan Carlos, el director de El Día del Señor (o sea, el programa de la tele que retransmite las misas dominicales), que me contó que estaba muy bien, me saqué del Bibliometro de Embajadores Muerte en La Fenice, que resultó ser el primer libro que escribió su autora, o al menos el primero en el que aparecía el comisario Brunetti, al que ya ha dedicado incontables novelas y según la publicidad de la editorial es popular y famoso a más no poder, cosa de la que acabo de tomar conocimiento.
Como novela negra se hace simpática por lo abrumadoramente convencional que resulta: un asesinato, un investigador pasablemente inteligente que articula el punto de vista de la narración, bastante basura por debajo de las apariencias y una solución que el lector adivina a la vez que el protagonista. Todos los elementos que aparecen acaban teniendo su importancia chejoviana. Como la señora Leon no se ha comido la cabeza con la trama, cabe imaginar que sus intereses eran otros, que yo imagino consistían en hacer creíble la descripción del ambiente social veneciano y mostrar una soltura sociológica impecable cuando se trata de hablar de las diferentes tribus nacionales europeas. Y es que Donna Leon es norteamericana versión cosmopolita, y además de haber viajado mucho lleva decenios afincada en Venecia. Y hay que decir que sale con nota de la prueba: su Venecia resulta de lo más verosímil (para un lego como yo, al menos), así como los comentarios que los italianos sueltan de sus compatriotas y del resto de europeos, aunque a la autora se le nota la satisfacción con que se entrega a esos alardes, que a veces caen en el tópico (sobre todo cuando habla de los alemanes). Hay un personaje, una cultísima y atractiva norteamericana que vive en Venecia y es lesbiana, que resulta un transparente alter ego de la escritora; la complacencia con que la retrata resulta casi simpática. El asesinado es un director de orquesta megalómano y brillante que parece un cruce de Von Karajan y Furtwängler, al que trata con un odio casi patológico. Y el prota resulta algo desdibujado (supongo que en posteriores entregas irá adquiriendo más peso), sobre todo teniendo en cuenta las minuciosas descripciones de los Dagliesh y Wallander a que nos hemos acostumbrados.
Una regla que pensaba inviolable en este género era que cuando un personaje aparece en varias novelas, estas van aumentando de grosor progresivamente. Las de Leon, por lo que he visto en el catálogo de Seix-Barral, escapan a esta norma, y se muestran fieles a las 300 páginas, lo que le permite a la escritora sacar una al año, y pagar el pastón que debe de suponer vivir en Venecia.

domingo, 11 de enero de 2009

Por la tarde, Escuela de Natación

Jaroslav Hasek y Kafka nacieron en Praga el mismo año (1883), y murieron de tubercolosis con una diferencia de meses. Imagino que no se conocieron; ahora que estoy leyendo Las aventuras del buen soldado Svejk he mirado en el índice onomástico de la edición de Galaxia Gutenberg de los diarios de Kafka y no aparece el nombre de su colega. También me ha entrado la curiosidad por ver como refleja el inicio de la Primera Guerrra Mundial y me he encontrado con esta entrada:
2 de agosto Alemania declara la guerra a Rusia.- Por la tarde, Escuela de Natación.
(tres o cuatro días antes ya Austria había hecho lo propio con Serbia, cosa que ni siquiera anota).
En una nota el editor se apresura a comentar que este pasaje suele ser interpretado como muestra de la indiferencia de Kaka por los acontecimientos de la Gran Guerra (...); pero lo cierto es que Kafka valoró en muchos otros contextos la tragedia histórica que significaba la contienda europea,
sin que se entienda muy bien la necesidad de salvar la cara del escritor. En cierta manera, el hecho de que se fuera a nadar (cosa que le debía de encantar, visto el espacio que le dedica en los diarios) cuando estaba iniciándose la contienda es un signo de sinceridad: si hubiera llenado sus cuadernos de cháchara retórica acerca de la angustia que le provocaba la situación internacional probablemente no lo leeríamos. En otra estupenda entrada pocos días antes, comenta que la movilización de sus cuñados le permitirá estar solo, para acabar reconociendo que estar solo "comporta únicamente castigos". Por lo que he leído, en aquellas fechas a Kafka le preocupaban las dificultades para escribir (el principal leit motif de estos cuadernos), dificultades que se limitaban al ámbito de la ficción, porque cartas escribía a porrillo (¿para cuando el volumen de la correspondencia prometido por Galaxia Gutemberg?), y su reciente ruptura con Felice, que le debió de dejar para el arrastre.
Siempre me ha hecho gracia la condescendencia con que todo comentarista de Kafka trata a Max Brod, como si éste hubiera sido un imbécil, aunque fuera el que se dedicó a publicar la obra de su amigo, al que debía de admirar; el pobre no tiene la culpa de que los manuscritos de Kafka sean considerados hoy día poco menos que como una revelación divina, en la que cada coma tiene una importancia metafísica, y hasta sus listas de la compra sean editadas en ediciones facsímiles. El caso es que la literatura secundaria que se ha generado a su alrededor es de una pretencisidad bastante estomgante, en una escalada que ya parece imparable; comparados con ella, los propios textos resultan una bocanada de aire fresco: por alguna razón, se suele pasar por alto lo divertidos que son a menudo, con esos narradores delirantes obsesionados hasta la locura con topos, manuscritos absurdos o demenciales máquinas de tortura, enfrascados en empresas absorbentes que no tienen ni pies ni cabeza (incluso la archifamosa parábola de la Ley no deja de ser una especie de chiste); sin ánimo de ser presuntuoso creo que alguien que no se ríe leyéndolo no es un buen lector de Kafka, y que el comentario de Max Brod acerca de que se le saltaban las lágrimas de tanto reírse leyendo a Walser (que resula alguien más hermético y elusivo, y desde luego más marciano que Kafka, por mucho que al pobre también le esté cayendo encima su buena dosis de exégesis académica) es una buena indicación de cómo le hubiera gustado ser leído.

lunes, 5 de enero de 2009

Oiga, ¿es la NASA?


Este pasado fin de año decidimos pasar la nochevieja en el extrarradio de Madrid, concretamente en un pueblo de la sierra, por aquello de cambiar de aires de manera moderadamente radical.
Echándolo casi a suertes porque ni mi pareja ni yo tenemos idea de los tesoros que guarda el entorno rural madrileño, tocó un hostal con buena pinta en Robledo de Chavela, un pequeño enclave de camino a Ávila. Parecía romántico -por lo de la soledad en el campo y la bañera con jacuzzi- y tenía un punto freak, ya que en Robledo se encuentra por motivos que ignoro una 'delegación' de la NASA. Queríamos ser originales y a la pregunta "¿qué habéis hecho en nochevieja?" contestar con un suficiente "chee...ná, visitar el centro de interpretación de la NASA, aquí al lado". Pero las cosas no iban a ser tan fáciles.
Para empezar, nos costó diosyayuda que los de la NASA consintieran medio a regañadientes ofrecernos la posibilidad de visitar el lugar en unas fechas tan conflictivas por la falta de personal como son estas. Quedamos en que el mismo 30, por la mañana, nos daban o no la autorización. Así que en el autobús que llevaba al pueblo (no tenemos coche), a una hora tempranera del día 30, nos pusimos a llamar a la NASA. Tras laboriosa negociación, quedamos esa tarde a las 15:30 horas. Como el Centro está a unos 10 kilómetros del pueblo y no hay transporte público que lleve a él -ni posibilidades de hacer autostop: al parecer por allí sólo pasan los animales salvajes- lo primero que hicimos en el hotel rural fue preguntar por la parada de taxis. En un pueblo tan pequeño no hay parada propiamente dicha, así que nos facilitaron el teléfono móvil de un señor que era el "taxista de los pueblos de la sierra", así en abstracto.
Tras comer en un entrañable bar de pueblo con las copas más sucias que he visto en mi vida (no quise examinar detenidamente los cubiertos) llamamos al taxista y resulta que vive en El Escorial, por lo que la tarifa era El Escorial -> Robledo -> NASA. Total unos 36 euritos de nada, más otros tantos de la vuelta. Tras sopesar la otra opción, que era un recorrido campo a través (nos ahorrábamos cuatro kilómetros pero había que tener experiencia en senderismo, cómo nos explicó una amable funcionaria del ayuntamiento) un momento, decidimos postergar el viaje-odisea a la NASA para algún día en que se nos ocurra desplazarnos a los pueblos de manera autónoma en un coche alquilado o prestado.
Así que, eliminado el elemento exótico de nuestras vidas nocheviejeñas, decidimos optar por lo tradicional y visitar la iglesia del pueblo, una ostentosa fortaleza en lo más alto de la población y que encontramos inexpugnablemente cerrada las cinco o seis veces que subimos con ansias artísticas a ver lo que se pregonaba como un impresionante retablo del siglo XV estilo hispano-flamenco, más el aditamento de una cabeza tallada supuestamente por Alonso Berruguete, realísticamente colocada en su bandeja y todo, de San Juan Bautista.
Por fin tuvimos suerte y el 31 por la noche, una vez deglutidas las uvas y el champán correspondiente, nos acercamos presurosos a la misa del gallo que se repetía en fin de año a partir de las doce. El dato nos lo había dado una piadosa vecina que esperaba vernos en la ceremonia. Entramos y nos quedamos sobrecogidos (los estupefacientes consumidos colaboraron a la espectacularidad de sobrecogimiento) por el esplendor de un retablo de tres pisos de alto, adornado con profusión con pan de oro. Pero estábamos en la fila de los mancos desde donde no se ven muy bien los esplendores del altar, y tras diez minutos de oraciones nos percatamos de que a la misa le quedaba un rato. Así que nos dispusimos a esperar pacientemente en la puerta junto con una cantidad ingente de la juventud de Robledo, que supuestamente también debían estar dentro en la misa.
Cuando empezaron a salir feligreses nos dirigimos presurosos al interior (menos mal, porque el cura nos apagó las luces casi en las narices) y disfrutamos de la visión colorida y gótica de un retablo repleto de escenas de la vida de cristo recamadas de pan de oro, flamantemente restaurado en 1963, que ofrecía un triste contraste con el interior de la iglesia, posiblemente restaurado nunca. Llamaba la atención este tesoro artístico en un lecho tan pobre, casi ignoto, destinado a ser contemplado a lo sumo unas cuantas veces al año por turistas despistados (o rebotados de la NASA), y la única razón que se me ocurre para que no lo hayan robado todavía es que debe de pesar un montón de toneladas y aún en un pueblo semidesértico es un cantazo tremendo aparecer con una grúa y una sierra mecánica.
En cuanto a San Juan Bautista, respondía a las expectativas: una reproducción tan realista de una cabeza recién cortada que daba grima, a tamaño natural, cortesía de nuestros maestros barrocos.
A la salida, la vecina piadosa nos preguntó si habíamos disfrutado de la ceremonia. Con un aplomo considerable, contesté que sí.
Tras esta breve incursión artística, cesaron nuestros desvelos. Desaparecida la intriga, nos dispusimos a disfrutar con el resto de habitantes del pueblo de la Hoguera de los Quintos, un fuego enorme en medio de la plaza que nos hizo experimentar esa curiosa hipnosis que sufren todos aquellos que se quedan contemplando unas llamas durante un rato considerable. La noche siguió para los jóvenes robleños en los dos pubs a elegir del pueblo, pero para nosotros el fuego, las chispas y los petardos fueron nuestro colofón de nochevieja.

domingo, 4 de enero de 2009

Mujeres que se quedan

Un día después de ver en una copia deficiente Los pájaros en la Filmoteca me quedé enganchado por enésima vez a Río Bravo, que se pasaba en Telemadrid en otra copia que también dejaba bastante que desear. Lo bueno de verlas seguidas es que saltan a la vista curiosas coincidencias en las que de otra manera uno no repararía; aquí el personaje de una mujer que llega a un pueblo del que se va a marchar en seguida y donde acaba quedándose a causa de un hombre. El periplo que siguen Tipi Hedren y Angie Dickinson en las dos historias a partir de esta premisa es completamente diferente, como abismalmente diferentes son los dos películas: la Melanie Daniels de la peli de Hitchcock inicia un viaje imparable hacia la locura mientras que Feathers acaba feliz en los brazos de John Wayne de la mano de un Hawks que es evidente que se lo pasó en grande rodando esta peli, una de las más gozosas de su filmografóa. Rio Bravo siempre se ha considerado un western, aunque la mitad de la peli es una comedia romántica: John Wayne se reparte entre dos espacios y dos géneros, la cárcel donde reina entre sus compañeros con la soltura del héroe del cine clásico y el hotel donde tiembla como un adolescente ante el desafío sexual que la chica le plantea, como debe ocurrir en toda comedia que se precie.
Como se ya se ha comentado por aquí, nada tan peligroso como el deseo femenino; en estas pelis les trae a los chicos ataques de pájaros asesinos o pistoleros bastante más inocuos pero casi tan numerosos; como era de esperar el prota masculino de Hitchcock naufraga en el envite mientras que el de Hawks, tras esforzado periplo, se los quita de en medio con la ayuda de una de las pandillas de friquis más divertidas de la historia, aunque Ricki Nelson resulte inverosímil como joven pistolero (todo lo contrario que Dean Martin, que como borracho resulta de lo más creíble).
Y resulta que Los pájaros, durante la primera media hora (hasta el primer ataque de una gaviota, justo en el momento en que Melanie y Mitch se van a encontrar en el embarcadero de Bodega Bay), es una comedia sofisticada, con ese jugueteo entre los dos protagonistas. Aunque siempre se le echa la culpa a la madre de Mitch de todo lo que pasa (a Hitchcock le basta mostrarla en un contrapicado para que nos demos cuenta de que está loca), hay que recordar que Anne, la profe que se ha quedado en el pueblo para estar cerca de Mitch educando a los hijos que nunca podrá tener con él, también está obsesionada con que el deseo no fluya. Resulta significativo que el primer ataque a los niños (que por cierto parece filmado con un placer bastante sádico) se desencadene justo cuando se nos muestra un plano de Anne y la madre de Mitch mirando (¿acusadoramente?¿inquietantemente?) a Mitch y Melanie volviendo de un paseo a solas.
Se anuncia un remake de Los pájaros, aunque se podría decir que ya se ha hecho: mientras veía la película no podía dejar de pensar en Inland Empire, esa epopeya contemporánea de la psicosis femenina (y es que a veces da la impresión de que Lynch no ha visto otra cosa que Hitchcock). Por su parte, Rio Bravo ha tenido infinitas modulaciones en el cine posterior, empezando por el propio Hawks con Eldorado (que tiene la ventaja de contar con Robert Mitchum).