sábado, 15 de febrero de 2014

El hombre y la tierra



Me veo seguidas dos películas que muestran comunidades extremadamente frágiles rodeadas por un entorno muy duro, presto a engullirlas: La balada de Narayama y Cautiva. En la de Imamura se retrata a una familia que habita una zona montañosa y aislada del Norte de Japón a finales del XIX, en un poblado donde el infanticidio, la zoofilia, el incesto, el estupro, la venta de niñas y el asesinato colectivo forman parte del paisaje antropológico cotidiano, retratado con un distanciamiento jocoso por parte del director japonés que da un aire bastante bizarro e incómodo a la película. Comparados con los lugareños de Narayama, los guerrilleros integristas que pasean durante cientos de días a sus rehenes occidentales por las selvas de Mindanao en la película de Brillante Mendoza parecen cortesanos de Versalles.



Ambos directores parecen fascinados por los ritos de copulación  y de depredación de los animales que comparten espacio con los humanos, ellos sí perfectamente adaptados a su hábitat, con especial atención a las serpientes, que continuamente capturan la mirada de la cámara, tal vez porque, de alguna manera, ambas películas remiten al relato del Paraíso (en clave contemporánea, por supuesto). Si bien (sobre todo) Imamura parece trazar un paralelismo, o una prolongación, entre los mecanismos de supervivencia y adaptación de bestias y hombres (apenas un paso más allá en la cadena evolutiva) los propios textos se encargan de desmentir este postulado: enfrentados a esa gran fractura en el orden de lo humano que es la muerte, La balada de Narayama nos ofrece una hipnótica secuencia en la que los habitantes salvajes del poblacho se transmutan en hieráticos mensajeros de los dioses que transmiten las instrucciones precisas con las que el anciano tiene que afrontar el paso previo a su deceso (una peregrinación al monte Narayama, donde reposan los ancestros y donde los más viejos se retiran más o menos voluntariamente para dejarse morir de congelación), mientras que los pulsionales islamistas que luchan constantemente con el incompetente ejército filipino hacen un descanso en su interminable huida para enterrar a sus difuntos con los rituales apropiados para permitir mantener el orden simbólico necesario para que, al menos, el grado mínimo de lo humano sobreviva sin ser engullido por esa selva siempre presta a imponer la aniquiladora ausencia de orden de lo Real.  

1 comentario:

Luis Suñer dijo...

Increíble La balada de Narayama, intentaré ver Cautiva.