domingo, 12 de octubre de 2008

Leonor Silveira



Alguna vez Alberto ha contado que estuvo en una comida con Oliveira, y que éste no paró de meter mano a las damas que estaban en la mesa; y Yolanda (la responsable de prensa de Wanda, la distribuidora que ha traído a España casi todas las películas del director portugués), aunque siempre dice que es encantador, corrobora la afición táctil de nuestro admirado centenario (imagino que a Yolanda le parece inofensivo). Que a Oliveira le gustan las mujeres es algo de cajón para cualquier admirador de sus películas, y uno de los placeres reservados para los iniciados es ver a Leonor Silveira madurar de peli en peli (y con lo prolífico que es Oliveira no es un placer escaso). A mí Leonor Silveira me parece la actriz más guapa y elegante del mundo, y cuando me preguntaban a qué actriz me gustaría entrevistar o conocer siempre daba su nombre (con lo que luego tenía que dar bastantes explicaciones, claro); y un día le pregunté a José María Morales si tanto contratarla era una táctica del director para seducirla. Para pasmo mío me contó que, en realidad, quién estaba completamente colada era ella, que era una mujer encantadora e inteligente, salvo cuando Oliveira andaba cerca con su mujer, que se volvía arisca e inaccesible. Y debe de ser verdad, porque en una entrevista en los Cahiers, Leonor se descolgaba diciendo que había dejado de hacer películas con otros directores porque cuando una trabaja con el mejor cineasta del mundo todo lo demás sabe a poco.
Oliveira, como Dreyer, pertenece a la estirpe de los grandes directores puritanos que han sabido llenar de erotismo la pantalla (¿Hay algo más intenso en la historia del cine que el momento en que la protagonista de Dies Irae se suelta el moño y se desabrocha un botón de su abrochadísima camisa? Por no hablar de esa madre de familia que resucita en Ordet para ir corriendo hacia su marido a susurrarle proposiciones carnales), y está claro que hay planos exclusivamente montados para filmar a alguna actriz con camisones largos y escotados (casi tan obligatorios como la aparición de Hitchcock, otro de la misma cuerda, en sus películas).

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