miércoles, 2 de septiembre de 2009

Enemigos públicos


A mí la película de Michael Mann me ha dejado algo frío (una sensación generalizada, por lo que he escuchado, aunque también conozco a espectadores fiables a quienes ha encantado); mi impresión es que el director se fuerza a emplear una retórica de reportaje e inmediatez, favorecida por la grabación en digital, para seguir manteniéndose dentro del paradigma "romántico", que es el que le gusta al director.


Así que voy a comentar una secuencia que me gustó especialmente, aquella en que Dillinger, en el momento en que ya está muy acosado, con casi todos sus colaboradores muertos, entra en el despacho del equipo que el FBI ha dedicado especialmente a su captura. La escena tiene un aire onírico, pues entra sin oposición y se encuentra todo el espacio vacío (hasta ese momento el despacho se había mostrado repleto de agresivos agentes), por lo que se puede pasear sin problemas (luego se justifica este vacío mediante un partido de béisbol que todos los policías escuchan en una radio). En un momento dado llega a un panel en el que figuran las fotos de todos sus amigos "eliminados"; al final de la fila se encuentra la suya. En ese momento Dillinger se encuentra con su propia mirada, una mirada que no va dirigida a él, obviamente, si no a su enemigo. Es un momento epifánico, una especie de alienación sublime en que Dillinger se ve a sí mismo a través de los ojos de su doble/opuesto, Purvis, el agente encargado de apresarle/ejecutarle (el otro día me vi en casa Tambores lejanos, en la que aparece una escena de estructura similar: cuando los soldados que han atacado un fuerte se retiran a través de los pantanos perseguidos por los semínolas, se ven obligados a atravesar el espacio simbólico central de sus enemigos, en este caso el cementerio de la tribu india).


Mann no se puede resistir a hacer un comentario sobre la actualidad, por lo que puntea la narración de los atracos y el acoso a la banda con la descripción de la progresiva degradación de la Ley: la violencia de los dos bandos es indistinta, los agentes del FBI se entregan a ejecuciones extrajudiciales, practican la tortura, etc. Hoover consigue montar un imperio mediante la manipulación y el temor, cuanto más débil es la amenaza real de Dillinger más se exacerba su dimensión diabólica.


Curiosamente, Mann deja para el final una escena que podríamos definir como el grado cero de la lealtad: si a veces es difícil situarse espacialmente en las escenas de acción y saber quien dispara a quien, la película se cierra con un impecable diálogo en plano/contraplano en el que uno de los agentes que abatió a Dillinger va a una cárcel a contarle a la novia del gánster, de manera discreta y privada, las últimas palabras que le dedicó antes de morir.

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