miércoles, 9 de septiembre de 2009

La utopía según Rivette



La banda de las cuatro transcurre en dos espacios, un escenario donde una misteriosa y estricta profesora de interpretación instruye a un grupo de jóvenes actrices, y la casa donde viven cuatro de las chicas que acuden a esas clases de teatro. En el teatro se desarrolla la verdadera vida, la de los grandes textos clásicos (Racine y, sobre todo, Marivaux, que tiene pinta de ser el autor favorito de Rivette), y en la casa, ese rollo que es la vida cotidiana, la de la trivialidad de las apariencias y los enredos, se infiltra en forma de molestas presencias masculinas que enturbian la apacible vida de las ninfas, algo que en cualquier caso es necesario para que surja una posibilidad de relato y una oportunidad para filmar durante un buen rato a esas chicas ensayando o tomando cafés.
Rivette las suele filmar en planos generales y de grupo, lo suyo es la estética proustiana de las jeunes filles antes de que emerja la figura de Albertine; La banda de las cuatro es lo más parecido al paraíso que el director haya filmado (que yo sepa), espacios en los que sólo habitan jóvenes gráciles e inteligentes, aisladas, hasta donde es posible, de esas amenazas que son los hombres y la ficción, que vienen a ser más o menos lo mismo. Ese intruso que se mete con astutas artes en la casa de las cuatro jóvenes, de nombre cambiante y biografía variable, viene a ser una encarnación del deseo de Rivette, compartir espacio y vida con las adorables criaturas, que harán todo lo posible para quitárselo de encima y poder reposar de nuevo en ese espacio dedicado exclusivamente a las mujeres y a la palabra.

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