Hay un momento brillante en Seconds en el que un miembro vagamente grotesco de la extraña compañía que rediseña individuos le pone al renacido Tony Wilson (Rock Hudson) una grabación que supuestamente encierra su deseo más secreto, ese anhelo que anida en el inconsciente más innaccesible y que aparentemente contiene la clave de su alma (o su "verdadero yo", por decirlo en new age). Lo destacable es que el interés del espectador es exactamente el mismo que el del protagonista, expectante ante lo que va a descubrir.
Si bien la compañía promete hacer realidad ese sueño (ser pintor), borrando toda huella del pasado para poder empezar desde cero, en seguida descubrimos que lo que propone es poner en escena la artisticidad, construir una especie de decorado en el que Tony Wilson pueda actuar como artista antes que en convertirse en un verdadero pintor.
Si Seconds resulta tan pesimista no es tanto por su final como por la manera tan lúcida en que muestra que las fantasías personales, lo que consideramos nuestra parte más íntima, en realidad no es más que un constructo prefabricado a base de retales compuestos por tópicos e ideas recibidas (a destacar esa figura -Nora- que encarna de manera tan evidente aunque eficaz una suerte de eterno femenino y que, aunque es obvio que posa, atrapa el deseo del sujeto).
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