Este pasado fin de año decidimos pasar la nochevieja en el extrarradio de Madrid, concretamente en un pueblo de la sierra, por aquello de cambiar de aires de manera moderadamente radical.
Echándolo casi a suertes porque ni mi pareja ni yo tenemos idea de los tesoros que guarda el entorno rural madrileño, tocó un hostal con buena pinta en Robledo de Chavela, un pequeño enclave de camino a Ávila. Parecía romántico -por lo de la soledad en el campo y la bañera con jacuzzi- y tenía un punto freak, ya que en Robledo se encuentra por motivos que ignoro una 'delegación' de la NASA. Queríamos ser originales y a la pregunta "¿qué habéis hecho en nochevieja?" contestar con un suficiente "chee...ná, visitar el centro de interpretación de la NASA, aquí al lado". Pero las cosas no iban a ser tan fáciles.
Para empezar, nos costó diosyayuda que los de la NASA consintieran medio a regañadientes ofrecernos la posibilidad de visitar el lugar en unas fechas tan conflictivas por la falta de personal como son estas. Quedamos en que el mismo 30, por la mañana, nos daban o no la autorización. Así que en el autobús que llevaba al pueblo (no tenemos coche), a una hora tempranera del día 30, nos pusimos a llamar a la NASA. Tras laboriosa negociación, quedamos esa tarde a las 15:30 horas. Como el Centro está a unos 10 kilómetros del pueblo y no hay transporte público que lleve a él -ni posibilidades de hacer autostop: al parecer por allí sólo pasan los animales salvajes- lo primero que hicimos en el hotel rural fue preguntar por la parada de taxis. En un pueblo tan pequeño no hay parada propiamente dicha, así que nos facilitaron el teléfono móvil de un señor que era el "taxista de los pueblos de la sierra", así en abstracto.
Tras comer en un entrañable bar de pueblo con las copas más sucias que he visto en mi vida (no quise examinar detenidamente los cubiertos) llamamos al taxista y resulta que vive en El Escorial, por lo que la tarifa era El Escorial -> Robledo -> NASA. Total unos 36 euritos de nada, más otros tantos de la vuelta. Tras sopesar la otra opción, que era un recorrido campo a través (nos ahorrábamos cuatro kilómetros pero había que tener experiencia en senderismo, cómo nos explicó una amable funcionaria del ayuntamiento) un momento, decidimos postergar el viaje-odisea a la NASA para algún día en que se nos ocurra desplazarnos a los pueblos de manera autónoma en un coche alquilado o prestado.
Así que, eliminado el elemento exótico de nuestras vidas nocheviejeñas, decidimos optar por lo tradicional y visitar la iglesia del pueblo, una ostentosa fortaleza en lo más alto de la población y que encontramos inexpugnablemente cerrada las cinco o seis veces que subimos con ansias artísticas a ver lo que se pregonaba como un impresionante retablo del siglo XV estilo hispano-flamenco, más el aditamento de una cabeza tallada supuestamente por Alonso Berruguete, realísticamente colocada en su bandeja y todo, de San Juan Bautista.
Por fin tuvimos suerte y el 31 por la noche, una vez deglutidas las uvas y el champán correspondiente, nos acercamos presurosos a la misa del gallo que se repetía en fin de año a partir de las doce. El dato nos lo había dado una piadosa vecina que esperaba vernos en la ceremonia. Entramos y nos quedamos sobrecogidos (los estupefacientes consumidos colaboraron a la espectacularidad de sobrecogimiento) por el esplendor de un retablo de tres pisos de alto, adornado con profusión con pan de oro. Pero estábamos en la fila de los mancos desde donde no se ven muy bien los esplendores del altar, y tras diez minutos de oraciones nos percatamos de que a la misa le quedaba un rato. Así que nos dispusimos a esperar pacientemente en la puerta junto con una cantidad ingente de la juventud de Robledo, que supuestamente también debían estar dentro en la misa.
Cuando empezaron a salir feligreses nos dirigimos presurosos al interior (menos mal, porque el cura nos apagó las luces casi en las narices) y disfrutamos de la visión colorida y gótica de un retablo repleto de escenas de la vida de cristo recamadas de pan de oro, flamantemente restaurado en 1963, que ofrecía un triste contraste con el interior de la iglesia, posiblemente restaurado nunca. Llamaba la atención este tesoro artístico en un lecho tan pobre, casi ignoto, destinado a ser contemplado a lo sumo unas cuantas veces al año por turistas despistados (o rebotados de la NASA), y la única razón que se me ocurre para que no lo hayan robado todavía es que debe de pesar un montón de toneladas y aún en un pueblo semidesértico es un cantazo tremendo aparecer con una grúa y una sierra mecánica.
En cuanto a San Juan Bautista, respondía a las expectativas: una reproducción tan realista de una cabeza recién cortada que daba grima, a tamaño natural, cortesía de nuestros maestros barrocos.
A la salida, la vecina piadosa nos preguntó si habíamos disfrutado de la ceremonia. Con un aplomo considerable, contesté que sí.
Tras esta breve incursión artística, cesaron nuestros desvelos. Desaparecida la intriga, nos dispusimos a disfrutar con el resto de habitantes del pueblo de la Hoguera de los Quintos, un fuego enorme en medio de la plaza que nos hizo experimentar esa curiosa hipnosis que sufren todos aquellos que se quedan contemplando unas llamas durante un rato considerable. La noche siguió para los jóvenes robleños en los dos pubs a elegir del pueblo, pero para nosotros el fuego, las chispas y los petardos fueron nuestro colofón de nochevieja.
1 comentario:
Eso te pasa por no haberte venío a tu tierra a pasar la nochevieja!!!!!!! Para el año que viene tenemos una cita el día 31 a las 12 en Jaén.
Un besazo de tus hermanas que te quieren remillones de kilos.
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