miércoles, 20 de enero de 2010

Sherlock Holmes


"...reparte sus horas entre la filosofía y la apicultura"
(Introducción del Doctor Watson a El último saludo de Sherlock Holmes)
Por lo que aprecio en la publicidad, Guy Ritchie ha erotizado notablemente a una de las parejas de hecho más famosas de la historia de la literatura, una pareja de solterones (aunque en algún momento de su dilatada convivencia Watson aparece casado) que vive apaciblemente en un mundo de hombres que se ve entretenidamente afectado por conmociones que vienen indefectiblemente del mundo exterior, entendido éste como a) mujeres y b) extranjeros, empeñados en traer sus cuitas pasionales a un Londres algo espectral que aparece como una perfecta red semiótica en la que los correos y los trenes (los sistemas de comunicación) funcionan asombrosamente bien.
Conan Doyle fue un prolífico autor fagocitado por su personaje más conocido; en la edición en la que leo los últimos cuentos del detective, la de Anaya en la impecable colección juvenil Tus libros, Juan Tébar se ve en la obligación de aclarar en una nota a pie de página que Sherlock Holmes (y Warson, que es el narrador de las historias) es un ser de ficción, y que el verdadero escritor es Conan Doyle, del que en los últimos años Valdemar ha ido publicando muchos de los libros que escribió fuera del corpus holmesiano. Doyle acabó sus días entregado a la práctica y a la publicidad del espiritismo, tal vez convencido de que no sólo el alma de los muertos si no hasta las de los seres de ficción que creamos conviven con nosotros.



He recordado al tropezarme con el cartel de la película que en mis periplos festivaleros he entrevistado tanto a Jude Law (por My blueberry nights) como a Robert Downey Jr (Kiss kiss, bang bang), en ambos casos los dos tenían pinta de haberse corrido una juerga importante la noche anterior y parecían tener todavía menos interés que yo en la entrevista, lo que ya nos aproxima a magnitudes cercanas a la nada más absoluta, aunque recuerdo que Jude Law se enderezó algo en la silla cuando la cámara empezó a funcionar, y al finalizar le pedí que se quitara las gafas de sol un momento, porque iba con el encargo de averiguar si sus ojos eran tan azules como se ve en la patalla (y lo son). Robert Downey sólo pareció animarse cuando dije que la entrevista había terminado, sin haber consumido los cuatro minutos cronometrados que tenía para hacerla.

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