Gondry inaugura la Quincena de realizadores con un film pequeño sobre la adolescencia que es, a la vez, un tour de force (SPOILER): toda la película transcurre en un autobús que acaba adquiriendo la consistencia mítica del barco que recorre el Mediterráneo para devolver a Ulises a su hogar. Este autocar va devolviendo a los chavales de un instituto de una zona que se adivina pobre de Nueva York a sus domicilios el último día de clase, cuando ante todos se abre ya el inevitable destino de la vida adulta, ante la que se resisten encarnizadamente a entrar, escondidos en una feroz grupalidad sostenida en la pasmosa viralidad de los gadgets que manejan con descomunal soltura.
En este sentido, los chavales no parecen tener vida privada: lo íntimo se convierte en público en cuestión de segundos, y las principales encrucijadas éticas ante las que se encuentran consisten en si hacer o no pública una información. La obvia contrapartida de esta socialidad intensiva es la extremada dificultad de crearse una subjetividad, permanentemente socavada por el grupo. Como indica el título, el film muestra el doloroso proceso de forjarse una individualidad, proceso en el que el que resulta ser el protagonista final es capaz de adquirir un compromiso con respecto a otro sujeto.
Gondry se mete en el autobús y deja la palabra a sus muchachos, en un estilo febril que recuerda un poco al Cantet de La clase, mientras que en las contadas ocasiones en que salimos al exterior para seguir a un personaje o para contemplar su pasado se deja llevar por su conocido estilo como videoclipero, lo que le funciona bastante bien.
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