La Hamaca paraguaya se presentó en Un certain regard el año pasado, obtuvo el FIPRESCI de esa sección, y fue saludada por los Cahiers (uno de los medios más influyentes en Cannes) como una de las tres películas más hermosas del Festival (por cierto, las otras dos eran En avant jeunesse, de Pedro Costa, y la española Honor de cavaleria, cuyo periplo francés ha tenido más repercusión que el español). Pues bien, la película se estrenó el viernes en Madrid, en una sola sala (en los Golem), y en la sesión de las ocho y media éramos seis personas. Habría que ir pensando (en vez de lamentarse por la decadencia de los tiempos) en encontrar fórmulas para que sea rentable explotar salas de 20 o 30 butacas (o sea, desarrollar la proyección digital y eliminar el coste del tiraje de copias).
Paz Encina, la directora de la película, no dejó de recordar en la presentación en Cannes que esta película era la primera rodada en Paraguay en 35 mm en mucho tiempo (aunque, según se ve en los títulos de crédito, el dinero viene sobre todo de distintos organismos europeos, preferentemente franceses, con una participación de la española Wanda), y algo en el campo de cierto primitivismo fundacional se juega en la película, algo del lado de lo edénico (es obvio que nunca habían sido retratados esos cuerpos, incluso, el hecho de que sean filmados en lejanos planos generales o de espaldas parece señalar cierto pudor, o temor a profanar algo delicado). Dicho esto, hay que señalar también que La hamaca paraguaya no es, para nada, una película inocente; de hecho, uno de sus logros es aunar ese lado inaugural con la certeza del peso de la historia del cine. La película se articula en largas secuencias, filamadas habitualmente en un solo plano, en los que se mueven una pareja de ancianos mientras se les oye dialogar obsesivamente acerca de un hijo que ha partido a una guerra, y del que no tienen noticias. Aunque su visión puede resultar ardua en un primer momento, a pesar de la deslumbrante belleza del entorno, a la vez paradisíaco y vagamente amenazador (esos cielos grises, esa permanente amenaza de tormenta), según avanza se va imponiendo un tono fantasmático realmente hipnótico a la vez que descubrimos que los diálogos (probablemente) no ocurren en el presente, sino que fueron pronunciados en un pasado remoto, y que desde entonces el matrimonio (uno cae de repente en la cuenta de que es demasiado mayor para tener un hijo recluta) repite los mismos gestos para conjurar el temor a enfrentarse al hecho evidente de que su hijo no volverá de la guerra.
Paz Encina, la directora de la película, no dejó de recordar en la presentación en Cannes que esta película era la primera rodada en Paraguay en 35 mm en mucho tiempo (aunque, según se ve en los títulos de crédito, el dinero viene sobre todo de distintos organismos europeos, preferentemente franceses, con una participación de la española Wanda), y algo en el campo de cierto primitivismo fundacional se juega en la película, algo del lado de lo edénico (es obvio que nunca habían sido retratados esos cuerpos, incluso, el hecho de que sean filmados en lejanos planos generales o de espaldas parece señalar cierto pudor, o temor a profanar algo delicado). Dicho esto, hay que señalar también que La hamaca paraguaya no es, para nada, una película inocente; de hecho, uno de sus logros es aunar ese lado inaugural con la certeza del peso de la historia del cine. La película se articula en largas secuencias, filamadas habitualmente en un solo plano, en los que se mueven una pareja de ancianos mientras se les oye dialogar obsesivamente acerca de un hijo que ha partido a una guerra, y del que no tienen noticias. Aunque su visión puede resultar ardua en un primer momento, a pesar de la deslumbrante belleza del entorno, a la vez paradisíaco y vagamente amenazador (esos cielos grises, esa permanente amenaza de tormenta), según avanza se va imponiendo un tono fantasmático realmente hipnótico a la vez que descubrimos que los diálogos (probablemente) no ocurren en el presente, sino que fueron pronunciados en un pasado remoto, y que desde entonces el matrimonio (uno cae de repente en la cuenta de que es demasiado mayor para tener un hijo recluta) repite los mismos gestos para conjurar el temor a enfrentarse al hecho evidente de que su hijo no volverá de la guerra.
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