Para Yolanda
Por una de esas felices causalidades que permiten tender puentes imprevistos e inesperados entre textos diferentes, La soledad se ha estrenado poco después de que El Acantilado publicase El diccionario de los lugares comunes de Léon Bloy; y aunque poco tenga que ver el vehemente y apocalíptico panfletario católico francés con Jaime Rosales, ayuda a penetrar en esa sinfonía de banalidades que se lanzan los personajes de la película para encubrir la ausencia de verdadero contacto emocional con el otro. Las frases hechas forman un idioma reconocido que se utiliza como coraza defensiva para evitar una aproximación demasiado embarazosa. En una película en la que el deseo apenas circula, una pequeña aproximación cargada eróticamente provoca un rechazo agresivo.
El núcleo narrativo "duro" de la película es netamente femenino. La estructura de la familia principal, una madre con tres hijas, remite al cuento de hadas, los personajes masculinos son marcadamente inanes, obviamente incapaces de concitar el deseo (para no hablar del goce) femenino. La soledad pertenece a esas películas que exploran el estallido del universo en ausencia de una palabra verdadera, estallido que toma la forma extrema de un anónimo atentado terrorista, pero que tiene sus bifurcaciones en ese estallido interior del cuerpo femenino en forma de cáncer o infarto. En este universo, obviamente, no hay espacio para el hijo. Significativamente (volvemos a los restos del mito), la cámara filma a Adela con su hijo (cuyo padre no sólo es incapaz de concitar el interés de Adela, sino que ni siquiera puede ayudarla económicamente) en el larguísimo y progresivamente inquietante plano que antecede a la explosión en la misma posición en que la Virgen sostiene en la iconografía religiosa tradicional a Jesús. Pero nada del orden de la redención, o simplemente del conocimineto, surge de ese punto extremo de dolor. El desgarro en el tejido de la realidad sólo provoca embarazo e incomodidad a los que no lo han sufrido, y desesperación a quienes les ha tocado de lleno. Sólo cabe esperar que una nueva acumulación de palabras huecas tapone la herida.
Contaba Jaime Rosales que uno de los puntos de partida de su interés por la película era el uso de lo que denominaba la polivisión. Durante buena parte del metraje la pantalla se haya dividida, recurso bien conocido en la historia del cine, habitualmente utilizado para aportar información simultánea en dos sitios diferentes. Aquí, el uso es justo el contrario. Habitualmente, uno de los dos espacios está vacío (si no los dos). Mientras en uno de ellos se desarrolla un diálogo, o una mínima acción, el otro permanece completamente indiferente. El resultado es variado, pero en algunos momentos contundente. Esos habitáculos vacíos van cargando la secuencia de un aura opresiva. Una película que se juega tanto en la búsqueda de un efecto realidad necesita unos actores a la altura del proyecto. En ese sentido, la elección de un tono contenido, vagamente bressoniano, es un acierto absoluto, mucho más eficaz que esa trivial y chillona naturalidad a la que nos han acostumbrado las series de televisión, que arriesgan todo a la carta de la complicidad del espectador.
Aunque es improbable que La soledad rompa la taquilla en nuestro país (o en cualquier otro) sería alentador que encontrase un número de espectadores suficiente como para que Jaime Rosales continúe desarrollando su obra en las condiciones en las que ha podido crear ésta.
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