Tokio blues está llena de referencias a libros que un cultivado lector como yo conoce, y cuyos ecos en la novela deslinda sin demasiados problemas (aparte de que son libros muy conocidos, El gran Gatsby, La montaña mágica, Faulkner), pero como no hay mayor analfabeto que un intelectual, desconocía la canción de los Beatles que da título al libro (y muchas de las otras que se citan sin parar), así que Susana ha tenido la delicadeza evangélica de mandármela en un archivo, imagino que infringiendo alguna norma de la inquisición de nuestros días, la sgae.
Y como me echa la bronca por la longitud desmesurada de mis entradas, seré conciso. Aparte de sorprenderme la sencillez de los arreglos, habituado a la aparatosidad en la producción de cualquier chunda chunda de nuestra contemporaneidad (con el añadido de la presencia de un sitar, que es casi el único instrumento que se oye), llama la atención la melancolía que se concentra en su anécdota mínima: una chica invita a su casa al narrador, y tras estar de palique hasta las tantas de la noche lo manda a dormir al baño. Por la mañana ella ha desapareecido, y la enigmática frase del final sobre el fuego que enciende se puede entender como que ha quemado la casa o que ha vivido un sueño (en wikipedia leo que norwegian wood era la madera de pino con que se hacía el parqué en aquella época, y no un bosque mítico en las praderas escandinavas). Y no es de extrañar que la canción sea el himno de la pareja que vive la muy triste historia de amor imposible de Tokio blues: ya no un (dificilísimo) encuentro sexual, hasta una conversación entre ellos tiene tantas aristas dolorosas que pueden dejarlos en la cuneta durante meses.
Y se acabó.
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