miércoles, 24 de febrero de 2010

Elogio del voyeur


El sábado pasado Muñoz Molina dedicaba su artículo semanal en Babelia a una exposición de Tichý en Nueva York. Insiste en el mito que se ha fabricado alrededor del fotógrafo, el de un vagabundo al que se le descubre, tras años de reclusión, un tesoro de fotografíass que causan pasmo internacional.


Siempre se le presenta como un desarraigado que construye su prodigiosa obra a escondidas, pero es obvio que las mujeres que fotografía tenían que ser conscientes de su presencia. Tichý vivía (y probablemente sigue viviendo) en Kijov, su pueblo natal, que según leo en Wikipedia tiene 12.000 habitantes. Si, como cuenta Muñoz Molina, el fotógrafo salía de mañana y volvía por la noche tras hacer unas cien fotos, día tras día durante décadas, en el pueblo donde nació y donde, es de suponer, tenía amigos y familiares y debía de ser bastante conocido, es impensable que durante todo ese tiempo nadie se diera cuenta de que hacía fotos a mansalva.


De hecho, recuerdo que en muchas de las fotos que se pudieron ver en Madrid el año pasado, en la galería de Norman Foster, las mujeres claramente posaban para la cámara, y más de una mostraba una sonrisa resplandeciente. Tampoco parece creíble lo que se sugiere de que nadie supiera de las fotos. Un laboratorio de revelado es algo complicado que requiere material, papel y líquidos que hay que agenciarse. No parece natural que los vecinos se mostraran absolutamente indiferentes a la obra de un excéntrico que debía de ser el artista de la localidad y que se pasaba el día fotografiando a las lugareñas.


Teniendo en cuenta esa inefable aureola erótica que rodea a las mujeres de Tichý/Kijov, más me imagino al artista solitario como una reencarnación moderna y tecnológica de Paris, un voyeur con un ojo infalible para descubrir el esplendor de la carne, el Otro verdadero para el que las mujeres de Kijov se arreglaban, y me imagino las conversaciones vespertinas en los cafés, las chicas que comentan entusiasmadas que esa mañana han sido fotografiadas por Tichý; y qué decir de la primera vez, la apenas adolescente que corre a contar a sus compañeras que ya ha sido, por fin, modelo para el objetivo de la caja de galletas con la que nuestro excéntrico captaba sus instantáneas.


Para tener éxito sólo es necesario hacer algo peor que nadie en el mundo, cuenta Muñoz Molina que suelta Tichý en alguno de los documentales que le han dedicado, un aforismo que le debería valer la entrada en cualquier texto sobre teoría del arte contemporáneo. En cualquier caso, la prueba definitiva de la entrada de Tichý en el Olimpo es la aparición de falsos Tichy, como esta vulgar postal soft porn, donde es manifiesta la ausencia del fulgor de las figuras del fotógrafo.

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