miércoles, 22 de junio de 2011

Los restos del Naufragio (del relato)



Debo a la perseverancia de Alejo el haberme acercado a los Renoir a ver Naufragio (había otro marciano en la sala), segunda película de Pedro Aguilera. Naufragio puede entenderse de dos maneras (no excluyentes): como un acto de resistencia ante la erosión del relato, articulando un trayecto heroico mínimo con los mimbres que todavía perviven, o como un acto de reconstrucción de la posibilidad misma de construir un relato (en el sentido fuerte del término) a partir del grado cero en el que la narratividad se encuentra en Occidente.


Resistencia o reconstrucción, en Naufragio asistimos a la tarea emblemática del héroe, la restitución del Nombre del Padre, a través del periplo de Robinson, a la vez inmigrante ilegal y semidiós mítico que las aguas arrojan a una terra incógnita, cual Ulises contemporáneo. En su camino atraviesa pasaísos (cultivos en invernaderos) e infiernos (fábricas de explosivos) y se tropieza con ambiguos personajes. Sólo uno, el patriarca de los inmigrantes que lo acoge en su casa, intuye el destino simbólico del protagonista; como uno de los actantes de Propp será el encargado de donar al héroe el objeto mágico que le ayude a llevar a término su trabajo. El resto se mueve en el magma de la asignificación, hundidos en una cotidianeidad sin sentido. Contra ese abismo de insignificancia (de los textos contemporáneos) se alza el esfuerzo del héroe (y de la película) por dibujar una posibilidad de sentido.

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