domingo, 18 de octubre de 2009

Nunca me abandones



Mientras leía Nunca me abandones me acordé de El bosque, la estupenda película de Shyamalan, en cuya primera secuencia un hombre se abrazaba, arrasado por el dolor, a un ataúd diminuto que contenía el cadáver de su hijo. ¿Qué faltaba en esa escena (y en el resto de la película)? Un sacerdote, esto es, un mediador simbólico que articulara una distancia entre el acontecimiento real y su impacto emocional. Los alumnos de Hailsam tampoco tienen iglesia, y tampoco reciben un relato que les hable de lo que hablan todos los relatos míticos, el origen (el sexo) y el destino (la muerte), con lo que se pasan el día pergeñando frágiles y delirantes mitologías.



Para paliar esas carencias se les atiborra de deportes y actividades creativas, con la palmaria intención de dotarles de un inconsciente, o de un alma, como se dice textualmente en la novela, aunque lo único que se consigue es crear una pantalla de narcisismo para enfrentarse a los demás que es desgarrada continuamente: Nunca me abandones es una sucesión de escenas banales y atroces a la vez, una novela de iniciación en la que cada gesto o palabra puede hundir a cualquiera de sus protagonistas.




Como Mercedes señalaba, Ishiguro no hace trampas con la novela y no se saca conejos de la chistera a medio libro para epatar al lector. Intuimos que la narradora miente (o manipula) algunas veces al narrar los hechos en los que participa, y se nos evitan sobreexplicaciones (tenemos que adivinar que los protagonistas tienen los sentidos más desarrollados de lo normal, por ejemplo). Y parece escrita para ser convertida en guión cinematográfico con facilidad.
(Por si no se distingue en la foto, es Keira Knightley la que parece ser que va a protagonizar la adaptación)

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