Hay un personaje en Mad Max que encarna literalmente al padre de la horda de Tótem y tabú, Inmortal Joe, el dueño del agua y de las mujeres que, cosas de la modernidad, es un desecho excrementicio que necesita todo tipo de prótesis para mostrarse en público con toda la grotesca grandeza que marca la estética un tanto bizarra de la película de George Miller. Para someter a sus hijos/vasallos no necesita de la fuerza, le basta con una narrativa de la inmolación que tiene fascinados a sus chavales, una especie de monjes budistas permanentemente alucinados.
Miller me contó que el guión estaba escrito en 1999, antes del 11-S y de la extensión planetaria del ritual del terrorismo suicida, y que esas figuras estaban más bien basadas en los kamikazes japoneses, pero "que siempre ha habido hombres maduros que han sabido convencer a los jóvenes para que mueran por ellos".
Si en el último Freud emerge la figura de Moisés como el antagonista heroico del padre de la horda en un nivel teórico, aquí es Imperator Furiosa la que se enfrenta al tirano incestuoso y se lanza a su particular travesía a través del desierto en busca de la tierra prometida (la tierra de sus ancestros) como guía del pueblo elegido, el fascinante grupo de mujeres que compone el harén del padre, que como buen faraón se lanza en furiosa persecución de la tribu traidora.
Como Ethan Edwards, Furiosa se sacrifica por una comunidad en la que no puede intergrarse: imposibilitada para la maternidad (ese brazo amputado indica una castración radical en el orden de lo femenino), su tarea consiste en devolver el carácter sagrado al cuerpo de la mujer, devenido mero mecanismo de reproducción del patriarca loco.
Podríamos emparejar Mad Max con Es difícil ser un Dios, una película concebida por las misma fechas y que también ha tardado más de una decena de años en ver la luz, y que participa de esa fascinación sensorial por el espectáculo de la aniquilación de los relatos que conforman la cultura occidental.
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