Con Pola X Leos Carax consiguió cargarse definitivamente su carrera, tras el intento fallido de la carísima Los amantes del Pont Neuf. Hace un año o dos volvió a dar señales de vida con un mediometraje en un film colectivo, pero no sé si tendrá continuidad la cosa.
Pola X ni siquiera llegó a las pantallas españolas; cuando se estrenó en Cannes recuerdo que se recibió con especial inquina por parte de la prensa francesa, que no debía de tener especial simpatía por el director. Vista hoy, no se entiende demasiado esa fobia: desde luego que tiene bastantes fallos, pero a ratos resulta apasionante, y tiene ese aura muy de Romanticismo, del artista que necesita que su gesto artístico tenga peso y que alguien le confiera densidad a su vida (no desde luego esa madre hiper incestuosa, papel para el que la Deneuve parece que ha nacido).
Pola X comienza con unas imágenes hipnóticas, un cementerio es bombardeado, saltan las lápidas por doquier, todo ello rodado en un blanco y negro onírico. En seguida pasamos a un castillo de cuento de hadas (una de las referencias más evidentes del film es Hasel y Gretel, aparte del Pierre melvilliano, en el que está basado), donde el rubísimo Guillame Depardieu va a buscar a su prima/novia/amiga de la infancia. Escritor de éxito fulgurante, un fantasma salido de ese cementerio viene a cambiar su vida: una hermanastra que le persigue desde Bosnia, una presencia algo siniestra que es el legado de un padre algo ambiguo, héroe y canalla, ya muerto al comienzo del film. Pierre/Depardieu deja todo para irse a vivir con este espectro y convertirse en un clochard chic y atormentado, esperando que el sufrimiento dé peso a sus palabras y ser capaz de proteger a las vidas de las que se hace cargo. Por el camino caen en una casa de okupas intelectuales, a medio camino entre La Fura dels Baus y la secta anarcofascista de El club de la lucha, y donde aparece alguien del orden de una figura paterna, cuyas palabras (que nos escuchamos) parecen encontrar eco en el alma de nuestro atribulado protagonista.
No hace falta ser un lince para ver adonde van a parar los esfuerzos de Pierre, pero el camino está lleno de momentos hermosos y ridículos; y el intento de Carax por convertirse en artista adulto y dejar atrás su universo adolescente y hermoso acaba en un fracaso (profesional) similar.
En la primera mitad de la década se hicieron una serie de películas de "desierto" relativamente parecidas: Gerry (Gus Van Sant), The Brown Bunny (Vincent Gallo) y Tweenty Nine Palms, de Bruno Dumont, que no había visto. En las tres el desierto es el lugar de lo que podemos llamar una epifanía siniestra.
Aquí hay una pareja que se pasa el día de localizaciones en pasajes de solados mientras intentan dialogar en idiomas diferentes. La chica no para de demandar si el chico la ama, y como respuesta encuentra embates eróticos un tanto agresivos, como corresponde al universo Dumont, donde abunda el sexo compulsivo y bastante explícito. Tan refinada visualmente como es habitual, a mí me decepcionó algo, y más teniendo en cuenta que el director la rodó tras la que me parece su obra maestra hasta la fecha, L'humanité.
En cualquier caso, es reconocible ese mundo que parece no haber pasado por la castración simbólica, y por lo tanto habitado por todo tipo de pulsiones (y también por la gracia, como en el caso del santo simple de L'humanité y el bressoniano final de Flanders).
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