domingo, 1 de marzo de 2009

Shackleton y Forster




Prácticamente el mismo día en que llevé a mi hijo pequeño a ver la exposición sobre la expedición de Shackleton empecé a releerme Pasaje a la India, lectura que andaba a la vista en la mesilla de noche desde el ciclo de Lean en la Filmo. La verdad es que la expo la quería ver yo, aficionado al género de las expediciones polares desde que leí El último lugar sobre la tierra, de un tal Huntford, uno de los libros más apasionantes que he leído nunca (y que me recomendó Gasset, por cierto, de lo que estaba muy orgulloso), y que cuenta en 800 páginas la pugna entre el arrogante, pusilánime y bastante incompetente Scott (que tuvo el detalle de morirse en el intento, con lo que sus compatriotas se apresuraron a erigirlo en héroe imperial) y el eficaz, industrioso, inteligente y maníaco-depresivo Admunsen, que se llevó la gloria de la carrera hacia el Polo Sur para los nórdicos en general y para la recientemente independizada Noruega en particular.




Si pongo las dos cosas juntas es porque ambas se refieren al Imperio Británico en el primer tercio de siglo, cuando estaba aparentemente en su apogeo pero ya anunciaba su próximo y rapidísimo declive. La exposición es muy didáctica (está llena de vídeos sobre la Antártida y cachivaches para que jueguen los niños), pero resulta deslumbrante por las fotos de Hurley, el fotógrafo australiano embarcado en la expedición para, entre otras cosas, costear los gastos de la misma mediante la venta de los derechos de las imágenes. Shakleton y sus compañeros se quedaron atrapados entre placas de hileo durante una burrada de meses, justo en el momento en que comenzaba la Primera Guerra Mundial y a nadie se le ocurría mandar un equipo a buscarlos. Primero aguantaron en el barco, y cuando las placas heladas lo reventaron tuvieron que improvisar un par de campamentos, hasta que pudieron fletar las barcas y alcanzar, tras semanas de remo, una isla inhóspita, desde la que Shakleton y los mejores marineros se lanzaron a alta mar a buscar una base de balleneros, que milagrosamente encontraron. Uno se imagina lo que tiene que ser estar día tras día perdido en un desierto infinito de hielo, sin demasiadas esperanzas de salir de allí, pero las fotos de Hurley lo documenta: la disciplina del barco, las cenas en equipo, las labores de limpieza, los partidos de fútbol... Todos los tripulantes volvieron con vida, algunos para morir al poco tiempo en la contienda europea. Pero uno tiene la impresión de que Shackleton fracasó por razones similares a las de Scott, esa arrogancia tan british que les hacía creer que la naturaleza se plegaría a las virtudes imperiales: tenacidad, valentía, patriotismo...

Forster, que pasó tiempo en la India y que pertenece a esa inagotable galería de viajeros ingleses excéntricos y curiosos (con el añadido políticamente correcto de ser homosexual), debía de detestar a sus compatriotas: el desprecio que manifiesta en Pasaje a la India por ellos está a punto de hacer zozobrar la novela en algunos puntos (aunque tiene gracia su misoginia, impensable en nuestros días), de tan furioso que debía ponerse al escribir (y recordar). Como gesto realmente subversivo, entre la panoplia de puntos de vista destaca el que concede a la comunidad musulmana a través de Aziz, uno de sus protagonistas. Forster se rebela contra el imaginario occidental de la India misteriosa e impenetrable, y se adentra con seguridad en las tensiones interétnicas que azotaban (bueno, y azotan) a la comunidad indígena, mientras los ingleses regían con olímpica frialdad el inmenso país. Tal vez es con intenciones satíricas que hace decir a algún funcionario que, sin ellos, los indios se matarían entre ellos, aunque el tiempo ha acabado dándole la razón, si bien buena parte de culpa recayó en la desastrosa gestión que de la descolonización hizo la metrópoli (como en Próximo Oriente, donde la principal preocupación parece haber sido dejar las cosas lo peor posible para que se les achara de menos). Forster se mueve bien entre las comunidades del Libro, pero no se treve con el hinduísmo, que le debía de parecer un tanto marciano, y al que trata alternativamente con recochineo y temerosa reverencia, a través sobre todo del profesor Godbole, impenetrable y ridículo, idiota e inmarcesiblemente sabio, todo ello en el mismo párrafo, si hace falta.








No hay comentarios: