miércoles, 22 de abril de 2009

El huerto de los guindos


Pues no sé si el autor de los subtítulos del español es el único que no sabe que en España a esta obra de Cherjov siempre se la ha conocido como El jardín de los cerezos, o es que escandalizado porque el Ayuntamiento se ha gastado un pastizal en traerse a una compañía que no saca a los actores en pelotas o vestidos de astronautas ha decidido por su cuenta que alguna transgresión había que meter como fuera. El caso es que, por lo que se comentó en el descanso, a todos nos desconcertó un poco que the cherry ochard fuera un huerto de guindos y no un jardín de cerezos a lo largo de toda la representación.
Y la diferencia no es baladí: un huerto es algo productivo y que hay que cuidar, mientras que en la obra se deja claro que lo que hay es un jardín, algo ideal para el embelesamiento narcisista en el que andan metidos el grueso de los personajes (referencia intertextual que sirve de demostración: en El hombre tranquilo, John Wayne fabula con plantar rosas en su parcela, y es Maureen O'hara la que le tiene que dejar claro que lo que ellos necesitan es un huerto, lo cual aúna importantes connotaciones económicas y sexuales).
Bueno, como contaba, Mendes traslada la acción de la obra a la Rusia del XIX; vamos, que la deja donde se supone que ocurre, elección inteligente pues lo que nos cuenta Chejov es el proceso de sustitución de la vieja nobleza por las nuevas fuerzas económicas, algo que en Rusia ocurrió con bastante retraso con respecto a otros países europeos. Uno de los personajes, el viejo criado, recuerda con nostalgia la época de la servidumbre. Su incondicional lealtad hacia sus señores (inmerecida, como se ve al final) contrasta con la amoralidad de las nuevas generaciones de criados. Aunque Rania, la madre, ocupa el centro de la trama, a mí siempre me han gustado Varia y Lopajin, los marginales que viven una de las grandes historias de amor imposible de la literatura. Varia es la Cenicienta de la casa, la hija adoptiva con (más de) dos dedos frente que contempla como todo se derrumba a su alrededor, con un status ambiguo, a la que no se termina de reconocer autoridad ni se respeta como al resto de la familia (interpretada por Rebeca Hall, muy bien). Todos la destinan a Lopajin, nieto e hijo de siervos, semianalfabeto, según reconoce, alguien que se ha hecho millonario con los cambios sociales producidos en la segunda mitad del XIX, pero al que se desprecia por sus orígenes y que se mueve entre la fascinación aldeana por la nobleza y el resentimiento social por las limitaciones sociales que se le impusieron en su educación, lo que prácticamente le obliga a desarrollar su enorme inteligencia (es con diferencia el más listo que se mueve en la obra) en el campo de los negocios, consciente de que tiene un potencial de sensibilidad que nunca podrá desarrollar.
La madre es otra variación del arquetipo que llamo La madrastra de Blancanieves, la mujer narcisista que vive absorta en su belleza y no quiere saber nada de los embates de lo real (por cierto, que al igual que en otros ejemplos recientes de la misma figura, la Catherine Deneuve de Un cuento de Navidad y la Debra Winger de La boda de Rachel, aquí también hay un niño muerto en la infancia). El núcleo familiar lo completa una hija educada para repetir los esplendores maternos, aunque queda claro que no tendrá esa oportunidad y una corte de varones que flotan alrededor de este cosmos femenino y se mueven entre la pasividad más absoluta (el hermano gorrón e incompetente, el preceptor inútil del hijo muerto que se pega de manera absurda a la familia para ocultar su incapacidad para afronter la vida); sólo el desclasado Lopajin parece capaz de actuar, pero como Casandra está condenado a ver como sus lúcidas profecías no son tenidas en cuenta.
El jardín de los cerezos es tan buena que basta esforzarse un poco por no estropearla para que te salga redonda. Como estaba bastante lejos del escenario y en una esquina incómoda (por supuesto, el Español estaba a reventar, todo lleno de caras conocidas de la farándula española, lo cual es alentador, que siempre se puede pegar algo) no me estorbaba la importancia del elenco (vamos, que mi hermano me tuvo que decir quién era Ethan Hawke), que me pareció estupendo; a Mendes (que como director de cine no me interesa nada) se ve que le encanta la obra pero tiene la suficiente seguridad para tratarla de tú a tú, con lo que le sale una adaptación bastante divertida, suave y sutil, sin subrayados innecesarios.
Al final, como es de rigor, bravos a porrillo y todo el público de pie.

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