Bueno, uno se descuida y se le acumulan las entradas. Aprovechando el sorprendente e inédito acontecimiento del estreno de una película de Desplechin en España me volví a ver Un cuento de Navidad, que Alta ha estrenado con pocas copias pero con cierto mimo. Con un poco de suerte la película encuentra el eco necesario para que a partir de ahora podamos disfrutar de sus películas.
Porque lo que está claro es que Desplechin no va a dejar de hacer cine: Un cuento de Navidad (y el resto de su filmografía) está atravesada por el goce de la filmación y de la narración. A Desplechin se le va la mano en los metrajes porque no puede dejar nada fuera: una vez tiene a los personajes funcionando, necesita explorar todas las posibilidades y combinaciones que se dan entre ellos, no hay variante que le parezca menor. Aquí, por ejemplo, dos personajes más o menos excéntricos a la trama, Chiara Mastroniani y el primo de los hermanos, acaban ocupando el centro del film en el último tramo, en la hetrerodoxa y hermosa historia de amor que viven.
La trama, en cualquier caso, es la familia. Coronada por la majestusa Catherine Deneuve, que como la madrastra de Blancanieves se niega a dejar de ser bella y ser adorada por sus hijos, a los que mantiene a distancia, por supuesto. Tras expandir la locura y la enfermedad entre su parentela, la reúne a toda para exigir un último sacrificio: aquejada de una enfermedad de la sangre, necesitará que alguno de sus descendientes le done la suya. Con esta estructura de cuento de horror gótico lo normal hubiera sido encontrarse una apoteosis de explosiones psicóticas siniestras. Pero no, Un cuento de Navidad es una película bastante divertida, en la que las conversaciones más ferozmente brutales (como la ya famosa entre Deneuve y Almaric -su hijo-, en la que juegan a desafiarse confesándose lo poco que se han querido nunca) tienen un aire extrañamente jocoso. Aquí los adolescentes son esquizofrénicos, y los adultos (varones) lo han sido, y pueden volver a serlo en cualquier momento. No es de extrañar que los elementos ajenos (novias, maridos) sean expulsados o huyan de semejante infierno. Y, sin embargo, todo queda redimido por el goce de filmar: la traslación a la puesta en escena de la proliferación cancerígena de historias es una planificación febril; si a Desplechin una película apenas le da para meter todo lo que quiere, una escena apenas dura lo suficiente para poder rodar todo lo que desea: rostros, espacios vacíos, cuerpos juntos en el mismo plano, luego separados, réplicas, insertos; lo mismo ocurre con la banda sonora, casi infinita, abrumadora, perennemente cambiante.
Decía Susana tras ver esta película que si el cine español anda empeñado en que se le regale el mismo nivel de ayuda y proteccionismo que imagina en Francia, los espectadores españoles podríamos empezar por exigirle a su vez que nos diera películas con guiones, interpretaciones y direcciones como éstas. Pues eso.
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