Un escritor recibe una beca Guggenheim para terminar, completar o reescribir un viejo texto, que gira en torno a una experiencia epifánica de su pasado, cuyo título es La novela luminosa. Como prólogo, escribe un diario del proceso creativo, en el que detalla la cotidianeidad de lo que rodea al trabajo de escritura, Diario de una beca. El prólogo en cuestión ocupa en la edición española de Mondadori 450 páginas, mientras que el relato que da título al libro apenas supera las 100.
Hasta hace poco el nombre de Mario Levrero no me decía nada, empecé a toparme con su nombre como el del último escritor de culto, y quiso la casualidad que descubriera el libro el día del cumpleaños de mi padre, así que se lo regalé con la explícita intención de llevármelo a casa en cuanto tuviera un hueco en mi estantería.
Así descrito parecería que estamos ante una metanovela experimental, pero lo que cuenta Levrero, básicamente, son las cuitas de un agoráfobo hipocondríaco adicto a los ordenadores y a las novelas de detectives, que acumula en ejemplares de colecciones infectas que adquiere en librerías de saldo. O por lo menos, eso parece en las primeras doscientas páginas, hasta que el centro lo ocupa una elusiva e imposible historia de amor, la del autor con ChL ("Chica Lista", se aclara en un momento dado), que Levrero cuenta desde el presente haciendo medidas visitas a la prehistoria de la relación.
Desde el principio el autor es consciente de que el diario que escribe va a ser publicado; de hecho, es el último libro que escribió, al parecer, se publicó póstumamente, aunque lo único testamentario que se percibe es la libertad con la que está escrito: a Levrero no le importa aburrir a sus hipotéticos lectores con inanes anécdotas, no se construye un monumento de erudición (ni hace alarde de sus gustos de baja literatura, simplemente anota su adicción a la novela negra, igual que cuenta por qué, en un momento dado, se aficiona a Somerset Maugham o a Rosa Chacel).
Una de las cosas que me convierten en un lector inadecuado para este libro es que está claro que está pensado para un lector cómplice, alguien que ya conoce el mundo de su autor; aunque supongo que seremos muchos los que nos inicemos con esta novela. Cuando llevaba poco más de cien páginas me preguntaba qué hacía leyendo este libro; ahora que voy llegando a la 400 no lo puedo dejar, y ya me he comprado la trilogía involuntaria, para tener más Levrero a mano cuando este se termine.
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