De niño vi una película en televisión con una imagen que se me quedó grabada para siempre: un faquir atraviesa una cesta en la que se acaba de meter un joven, una mujer grita, vemos como empieza a salir sangre de la cesta. La televisión era en blanco y negro y yo no sabía quién era Fritz Lang, pero no sé como en algún momento de mi periplo cinéfilo supe que esas imágenes pertencían a una película en color, dirigida por el director alemán al final de su carrera, y además en Alemania. Pero aunque siempre tuve ganaa de volver a verla no lo conseguí hasta antes de ayer, en el ciclo que le dedica la Filmoteca Española.
Descubrí que la película me había impresionado más de lo que pensaba, puesto que recordaba perfectamente otros planos: una mujer que baila casi desnuda ante una serpiente para salvar su vida, una horda de zombis que se abalanzan sobre una persona y el techo se les cae encima.
Acostmbrados a la espetacularidad (y a su correlativo vaciamiento narrativo) del cine de aventuras contemporáneo, cuyo paradigma sería el infame Bruckheimer, junto con la ignominiosa trilogía anillera (y hasta la bastante más talentosa saga indianesca no puede escapar a ese virus de los climax interminables en detrimento de la intensidad dramática), el díptico languiano me pareció algo soso y tosco en sus primeros minutos, hasta que su guión férreo me atrapó completamente.
En el centro del film se encuentra un maharajá que aúna a su caráctr ilustrado un poder absoluto: educado en Europa, se trae ingenieros y arquitectos para crear escuelas y hospitales; viudo, se enamora perdidamene de la bailarina sagrada más erótica que han debido de conocer los siglos, y no se detiene ante nada para castigar su rechazo, ya que la deseada prefiere a uno de los técnicos europeos Completamente volcado en esta pasión absorbente, desatiende sus obligaciones políticas hasta el punto de que el hermano del déspota cultivado, uno de los conspiradores más eficaces de la historia del cine, monta a lo largo del film un golpe de estado que se desencadena al final. Aunque es inevitable leer la película en clave política, a quien más se parece el maharajá es a Creonte, en esa deriva delirante que adquiere el poder absoluto que no se sujeta a ninguna regla.
La peli se mueve sobre todo en dos espacios: el impoluto palacio, con lujosas estancias y un montón de luz, y unas catacumbas laberínticas donde hay dos cosas: una Diosa enorme y unas mazmorras con leprosos encerrados (que es inevitable ver como una inscripción en el relato de los judíos recluidos en los campos). El mundo de la superficie es geométrico y ordenado, mientras que el oscuro del subsuelo es como el inconsciente, lleno de revueltas y pasiones de toda índole. Y es que una de las razones que hacen de esta película un logro absoluto es tomarse en serio y mostrar eficazmente las razones que mueven a los personajes: el integrismo religioso de los guardianes de la ortodoxia, la sed de poder del hermano injustamente postergado, la pasión desatada del tirano, la extraña fijación incestuosa de la hermana del héroe "ario", una fotocopia alemana de la Grace Kelly de Mogambo, cuya relación asexuada con su marido se repite aquí. Uno de los "malos" más atractivos resulta ser un señor de la guerra que era el hermano de la fallecida esposa del maharajá; como no soporta que el puesto de su (algo sospechosamente) idolatrada hermana sea ocupado por una bailarina (vamos, poco más que una zorra), no sólo se suma al complot político si no que rapta a la usurpadora con la intención de que la violen sus soldados y devolvérsela al obnubilado pretendiente como un trozo de carne despreciable (perdiendo así su aura de objeto fascinante de deseo). Y así son de salvajes los sentimientos que se mueven en la película.
En los títulos aparece el nombre de Thea Von Harbou, lo que indica que el proyecto debía de ser antiguo; de hecho, el film tiene la estructura y las revueltas de los seriales mudos, de los que Lang hizo varios, claro. Algo debía de tocarle bastante profundamente de la historia, porque hay momentos en que el espectador siente la intensidad de lo que se movilizaba en la filmación.
Lang se detiene con delectación en las escenas más contemplativas: los bailes, la escena del faquir que se me quedó grabada para siempre, todo lo que tiene que ver con dioses y espacios sagrados. La acción, por contra, la finiquita a ritmo de vértigo: la pareja protagonista huye del palacio a través del templo, por pasadizos hasta alcanzar la salida del pueblo donde esperan caballos, tres planos le sirven al director para contarnos eso, y en el siguiente ya tenemos un consejo en el que se indica la persecución y el castigo; un grupo de soldados se abalanza sobre la guardia palaciega: un plano de pocos segundos da cuenta del desenlace.
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