Boyero ha expandido la idea de que un festival de cine es una tortura en la que uno está obligado a ver una cantidad enorme de películas al día (dos o tres), en algunos casos incluso hasta el final, siempre que sea interesante y no coincida con la reserva de mesa en el mejor restaurante de la ciudad (Boyero viaja con gastos pagados), y luego, encima (dado que a uno le pagan por ello) hay que escribir sobre las mismas. Es cierto que él tiene dos modelos de críticas, uno en el que pone a caer de un burro a la patulea de modernillos y gentuza a quienes les gusta las pelis que a él no le gustan, y otra que guarda para los films de Clint Eastwood y que debe de haber guardado de los tiempos de Ford, en que cuenta que ese es el cine que le gusta a él y a los que son como él, o sea, los buenos, por lo que no debe de tardar demasiado en cambiar los nombres del director y de la peli.
Pero los afortunados que tenemos muchas otras cosas que hacer disfrutamos de privilegios como el de convertir el muelle de carga del Kursaal en nuestro segundo hogar. Aquí descargamos los camiones con toneladas de material (cabinas de edición, cámaras, grúas), metemos y sacamos todo tipo de artilugios constantemente y nos peleamos con el resto de los transportistas por hacernos con las plataformas elevadoras que nos ahorran alguna hernia discal (si bien he de decir que yo rara vez cargo con peso, porque para eso contrato ayudantes).
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