lunes, 15 de noviembre de 2010

Verbena y vanguardia

Ayer domingo me vi dos de las películas más conocidas de la década, Aquel querido mes de agosto y Syndromes and a century, que comparten, además de esa estructura tan recurrente en los últimos años de partir la peli por la mitad y empezarla de nuevo cuando llevas medio metraje, el gusto por filmar verbenas populares, que dado lo visto resulta que son muy parecidas en Portugal (y en España, claro) y en Tailandia.


Aquel querido mes de agosto se inscribe con todos los honores en ese extraordinario género que podríamos llamar marcianada portuguesa, que tiene en (algún) Oliveira a su más venerable (y potencialmente inmortal) figura y que cuenta con una cima insuperable en su haber con Le bassin de J.W., del sin par Monteiro.

Aquel querido... empieza con imágenes documentales de una zona de veraneo en Portugal, con entrevistas a algún que otro lugareño y profusión de imágenes de orquestas populares, a la vez que se nos muestra a un desastrado equipo de cine capitaneado por un director del que lo mejor que se puede decir es que parece un panoli integral. Con sede central en una cochambrosa cabaña, reciben la visita ocasional de unos productores con pinta de filibusteros. El equipo rueda imágenes y se dedica a hacer casting para potenciales actores en los tiempos muertos que les dejan sus partidas de petanca. Flirtean con alguna historia (algún friki, el tonto del pueblo al que unos marroquíes partieron las piernas, un miembro de una cofradía al que una imagen de la Virgen le curó los dolores de espalda, proyectos de historia que no acaban de cuajar). Cuando el equipo da con unos actores y una historia en condiciones la película comienza con la (más o menos) ficción, y se centra en un grupo musical formado por una familia en cuyo centro anida la clamorosa ausencia de la madre, fugada en tiempos remotos pero omnnipresente de diversas maneras, sobre todo a través del rastro que deja en la potencialmente incestuosa relación del marido con su hija. Todo se encamina al punto nuclear que cierra el film (y que no voy a desvelar aquí, aunque está implícito en el título de la película) antes de que unos descacharrantes títulos de crédito recuperen al equipo del film y nos recuerden que hemos estado viendo una película.



Syndromes and a century funciona un poco al revés. Comienza en un hospital situado en una zona agrícola (o selvática, según se advierte la exhuberante vegetación que se ve a través de los amplísimos ventanales) en el que reina una eficaz directora, a la que vemos seleccionar personal y lidiar con monjes budistas un tanto peculiares a la hora de entender la atención particularizada. Esta parte conoce algún apunte de proto relato (otro médico se le declara a la directora, un dentista que canta canciones tradicionales medio flirtea con un monje budista que quiere ser DJ y tener una tienda de cómics), pero la cosa no va más allá que un despliegue visual deslumbrante en el que todas las historias son posibles.

Sin previo aviso nos vemos con los mismos personajes en una clínica súper moderna y recitando un guión parecido, pero en este segundo comienzo todo parece ir a la deriva, empezando por la cámara, que cobra autonomía y se pone a pasearse con travelliongs suntuosos por los inmaculados pasillos del hospital. Aquí desaparecen las potenciales historias antes de que lleguen a plantearse, a cambio Apichapong nos introduce en espacios rarísimos en el que los médicos del ejército andan con un instrumental delirante haciendo prótesis (intuimos) o en el que parte del personal se emborracha mientras ensaya demenciales técnicas paramédicas para curar enfermedades crónicas. Curiosamente, este estallido del universo narrativo no va parejo de una invasión del texto por la psicosis, a la manera en que suele ocurrir en Lynch, por ejemplo. Aquí una serenidad parece invadir la mirada, como si todo en el espacio fuese digno de ser acogido. Como es habitual en las pelis del director tailandés, la cámara se entretiene en filmar escenas sin conexión con el relato, en una especie de fluir epifánico de la existencia, y así en el final del film se nos obsequiará con una sesión de aerobic algo compulsiva y multitudinaria, que debe de ser algo común en Tailandia.

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