jueves, 29 de abril de 2010

Día libre


Comencé el día de ayer con un sueño: el Barça metía un gol al comienzo del partido, tras una jugada confusa y elegante (paradojas que sólo se dan en los sueños) que se originaba en un saque de banda. Desgraciadamente, no fue un sueño premonitorio (la pequeña pero intensa facción de fundamentalistas colchoneros que habitamos el despacho de La Noche Temática soñábamos con un Bernabéu poblado de senyeras).

Fui al cajero automático a validar (o aprobar, o el verbo que sea) el borrador que me ha mandado Hacienda con mi declaración IRPF. Nunco lo compruebo. Me lo mandan y me parece bien. Mi padre era (antes de jubilarse) asesor fiscal, y yo me dedicaba a pasar (lo que ahora me parece) infinitas declaraciones a ordenador. Cuando empecé a trabajar, mis sencillas declaraciones fiscales me llevaban horas, y luego había que hacer colas enormes para entregarlas (el último día, claro, ¿pero había alguien que las entregase antes?).



Fui a encargar unas gafas para cerca, porque las había perdido en el trabajo (ya me han aparecido). Me dejé la graduación en casa, porque a última hora cambié el libro que me llevaba a la calle, y había metido la hoja en Respiración artificial. Pero optar por sacar a paseo el Dietario voluble de Vila-Matas, cuya estructura a base de fragmentos lo hace ideal para leer en el metro. Hay quien opina que el metro es para lecturas ligeras. Falso. Nada como el metro para concentrarse en un texto.


El gran Joao Cesar Monteiro comentaba en una entrevista que cuando uno ve las películas de Kiarostami le entran ganas de vivir entre la gente que filma, y añadía (para estupor de los entrevistadores) que se veía que el director iraní era una buena persona. Cuando uno lee los libros de Vila-Matas le entran ganas de leer todos los libros que cita, incluso los que ya ha leído, porque en sus páginas parecen diferentes. Vila-Matas es un erizo/zorra, atendiendo a la famosa división de Isaiah Berlin: hay una idea central en su obra, la extrañeza del mundo, en el que las cosas (y las personas) nunca coinciden consigo mismas, pero esa idea nuclear le sirve para abrirse a toda la literatura, de la que nada parece serle ajeno.

Fui a comprar el abono mensual al Consorcio de Transportes. En mi doble calidad de miembro de Familia Numerosa y de minusválido tengo derecho a un descuento especial, pero sólo puedo adquirir el dichoso cupón en una oficina en concreto. Al lado del consorcio hay una biblioteca pública bastante pequeña, antigua, sin sala de lectura. Pero debe de haber un infiltrado cinéfilo en su funcionariado porque es la única de todo Madrid que tiene copias de determinadas películas especialmente refinadas, algunos Ophuls o Mizoguchis. Un empleado modesto que trabaja en la sombra para la subversiva expansión de la belleza.


Fui a recoger dos novelas que tenía encargadas desde hace tiempo, Señales que precederán al fin del mundo y Las teorías salvajes. Y me compré un libro recién aparecido de René Girard, de quien me deslumbró en su día La violencia y lo sagrado, y del que durante mucho tiempo pensé que era la única persona que lo había leído.

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