viernes, 30 de abril de 2010

Dos historias de violencia

Ayer iba a la Filmoteca a ver Los siete samurais (curiosamente, la película favorita de uno de los personajes de Libra, la última novela que he leído), pero como llegaba tarde, y me pasa como a Alvy Singer en Annie Hall, que no soporto entrar en un cine con la película empezada, me bajé en la parada de metro anterior (Atocha) y me acerqué al Reina Sofía a ver la exposición de Martín Ramírez.





En el corto trayecto que va de la boca del metro a la entrada del Museo me encontré con lo que podía ser una riña conyugal a grito pelado o la bronca de un taxista (pues tenía lugar junto a la cola de taxis que hay en la Plaza de la Independencia) a una cliente despistada (despistada porque no sabe como se las gastan los taxistas madrileños, y supongo que los de todas las ciudades). Éramos varios los que estábamos contemplando la escena, lo que le daba cierto aire obsceno, como siempre que uno ve un comportamiento en público que no debería darse, pero tampoco encuentra medio de detener aquello.


Imaginé que la cosa no iría a más, porque los policías que estaban a menos de diez metros parecían relajados y sin ningún ánimo de intervenir, hasta que me di cuenta de que estaban enfrascados en otra actividad: en el suelo, de rodillas y con los brazos a la espalda, había un negro con trenzas rastas que estaba siendo esposado, o algo parecido. Imagino que el detenido vendía dvds piratas, porque en esa acera suele haber varios puestos de top manta, aunque nunca había visto que la presión de la policía llegase a esos extremos (se ve que la S-GAESTAPO aprieta las clavijas, o exige la devolución de algún tipo de favor). La escena resultaba bastante violenta también por el impudor que denotaba: estaban en plena calle, y las detenciones, en las películas, no suelen tener lugar en espacios tan públicos.

La actuación ocurría tan despacio que tuve la impresión de que estaban preparando al detenido para embalarlo y deportarlo directamente. Vi que el policía que lo retenía lo cacheaba con una falta de interés desconcertante, como si fuera consciente de lo absurdo de todo el proceso, imagino que trabajoso (pues después vendría el traslado del detenido, informes, un mínimo interrogatorio, para nada, porque imagino que al chaval lo soltarán -aunque tal como están las cosas tampoco es descartable que lo metan en un calabozo o en un barco de vuelta a su país-).


Yo creo que, por influencia de esas fotos de la policía que publican los periódicos. en las que a menudo aparecen con los rostros manipulados para hacerlos irreconocibles, siempre he tenido la impresión de que había algo de ilícito en mirar a la policía, y cuando tengo que hablar con ellos espero que, de un momento a otro, me digan que está prohibido fijarse en su rostro. Y aunque allí estaban tan campantes, en medio de una de las aceras más concurridas de Madrid a las siete de la tarde, éramos pocos los que nos deteníamos a contemplar el inusual cuadro. En ese momento pensé que, siendo la policía, al parecer, un servicio público, y llevando a cabo su extraña tarea a la vista de todo el mundo, no había problema en plantarse de espectador, salvo por el carácter marcadamente indigno de todo lo que ocurría, y del que los policías parecían ser los primeros en percibir.

Y con esas entré en la expo, que es de un artista que, por lo que leí, se pasó toda su vida metido en algún manicomio, dibujando compulsivamente los msimos motivos en hojas de papel, y mostrando un mundo imposible de compartir. Salí de la sala contento de haber visto las obras y contento de escapar del cerrado universo de la psicosis.

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