Weeraethakul nos muestra el tránsito de la vida a la muerte de un hombre, una especie de terrateniente en versión tailandesa que se retira a sus dominios rurales para morir tranquilo. Allí se lleva a su sobrino y a su cuáda, y a un asistente de Laos, que es de donde vienen los trabajadores que le trabajan la tierra. probablemente estos sean cuerpos reales, Apicha los suele filmar en planos generales, casi fundidos con la naturaleza que les rodea, de la misma manera en que sus palabras se pierden en el omnipresente sonido de la jungla que acecha el pequeño espacio civilizado por el cultivo.
Como corresponde a ese territorio entre dos mundos que es la línea que se para la vida de la muerte (que probablemente para el director no es una frontera drática, sino una estación de paso que se atraviesa progresivamente), el momento favorito para filmar es ese momento en que día y noche se confunden. En ese espacio-tiempo ambiguo surgirán los apacibles fantasmas que regresan del otro lado (la muerte, la inexistencia) para guiar a Boonme en su camino hacia la nada (porque el fantasma de su mujer muerta ya le deja claro que allí adonde se dirige no hay nada).
Entre medias, un relato completamente ajeno a esta narración, de corte mítico, emerge de la nada para contarnos la historia de una princesa condenada a la soledad por un defecto del rostro que es seducida por un pez-gato, una desconcertante intrusión en el cuerpo del film que habla de universos ancestrales y de lo real del goce femenino.
Y así, llena de sorpresas, avanza esta película contemplativa en el que cabe todo, la historia del cine, lo real y el fantasma, el sexo y la muerte, la civilización y lo salvaje, lo mítico y lo asignificante, y confirma a Weerasethakul como la aparición más fulgurante de la década en el mundo del cine.
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