Aprovechando el descubrimiento de que las familias numerosas pagamos el 50% en el precio de las entradas de los teatros nacionales, me pasé una mañana por el Valle-Inclán a comprar entradas para el Rey Lear que me había recomendado Susana. Con el entusiasmo que dan estos descubrimientos, y dado que no había nadie en la cola ese domingo a las doce, pregunté a la amable taquillera qué más obras me podía ver. Y estaba esta de Thomas Bernhard en la sala chica del teatro de Lavapiés. Bernhard es un autor austríaco que causó furor en los ochenta y los noventa, cuando se publicaron a mansalva todas sus novelas, cuentos, obras de teatro y hasta sus listas de la compra. El hecho de que no os suene dice mucho acerca de la fugacidad de la fama literaria. Yo leí varias de sus obras, generalmente monólogos repetitivos de enunciadores paranoicos, o neuróticos, o asesinos.
Ante la jubilación es perfectamente reconocible como obra de su autor. Por ella desfilan temas como la pervivencia del nazismo en la sociedad germánica (austríaca o alemana), aunque más que de pervivencia igual habría que hablar de sustrato profundo, o el de la familia como espacio de humillación y horror. El texto está muy bien traducido por el traductor oficial del austríaco (miguel Sáez, que también escribió una biografía de Bernhard), y la puesta en escena me gustó, con esos armarios metálicos que parecían la morgue. Los actores se equivocaban a veces, cosa que supongo inevitable en el teatro, y en las dos horas que duró aquello hubo tiempo para el entusiasmo y la cabezadita.
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