El sábado pasado celebré el cumpleaños de Víctor (9 años). Dado el precio al que se han puesto las salas para celebrar cumpleaños y la premura con la que lo organizamos (el día anterior repartimos las invitaciones) decidimos celebrarlo en casa. La idea era estar un rato en la calle jugando al pañuelo y a alguna otra cosa por el estilo, y luego subir a casa, preparar también alguna actividad en grupos, hacer un campeonato de wii, dar la tarta y mandar a los niños a casa. Una de las cosas buenas de montar el cumple a última hora es que la mitad no aparece. De quince invitados sólo ocho acudieron. De estos ocho, dos tenían gafas y eran inofensivos. Había otros dos gamberrillos y graciosos, y otro un poco más pequeño. Pero había dos killers que a punto estuvieron de hundir la fiesta. Luego me enteré de que Víctor no los quería invitar, pero se vio obligado por cuestiones de reciprocidad, y tuvimos la mala suerte de que aparecieran. Uno en concreto era alguiien incapaz de respetar ninguna norma ni de esperar un segundo a satisfacer un deseo. Si organizabas una fila para repartir bocadillos, él se abalanzaba para coger el más grande. Entraba en la cocina y arramplaba con los gusanitos. Antes de comenzar las pruebas ya había chafado la logística. Era incapaz de estarse quieto. El otro se cargó la antena de un coche teledirigido antes de salir por la puerta, porque sí, después de haberse amarrado a un mando de la wii, del que hubo que despegarle mediante la aplicación de cierta dosis de violencia. Marga me había mandado una lista con cinco pruebas sencillas para hacer en casa, pero sólo pudimos llevar a cabo dos. En cuanto salieron por la puerta, caí rendido en la cama. Creo que para el año que viene prometeré a mi hijo un porrón de regalos a cambio de que me libre de esa pesadilla.
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