Chesterton tiene una legión de seguidores en España (y, en general, en las letras españolas; no hay más que recordar la estima que le guardaba Borges), curiosamente enfrentados entre sí: por un lado andan los descreídos (Savater, Marías) que no paran de alabar la alegría que surge de (y proporcionan) las páginas de este pantagruélico y excéntrico católico inglés. Por otro, los neocons patrios acaban de sacar una revista con el nombre de nuestro escritor, revista donde se alaba, por ejemplo, la política exterior de Aznar, lo que resulta raro teniendo en cuenta las opiniones de Chesterton sobre, por ejemplo, la guerra de los Boers. Finalmente, el escritor católico oficial español del momento (Juan Manuel de Prada) lo tiene como autor de cabecera, y lo cita en uno de cada dos artículos, y hasta ha prologado uno de los brillantes panfletos religiosos que Chesterton escribió, El hombre eterno (el otro es Ortodoxia, libro que le encanta a Zizek, que lo glosa a menudo). Chesterton es un escritor total, y a pesar de la amenidad de sus relatos de ficción, se le puede poner el cartel de escritor de ideas. Si resulta tan actual es porque previó la extensión cancerígena de corrientes como la deconstrucción y la corrección política (Chesterton supo ver a Nietzsche como el primer deconstructor, y el carácter inhabitable del espacio que abría, como se puede ver en el relato Cuando los médicos están de acuerdo, del volumen de cuentos Las paradojas de Mister Pond). Otra de las razones por las que Chesterton resulta tan atractivo es por el carácter pesadillesco que el Mal encarna en sus ficciones, donde a menudo aparece como un magma prehumano y viscoso, una hipertrofia de la naturaleza que excluye la palabra humana. Pero esto lo tengo que dejar para otro día, porque mi tiempo de ordenador se acaba.
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