Hace treinta años jugaba al baloncesto en mi colegio, lo que no era cualquier cosa: como mi colegio era el Ramiro de Maeztu, jugaba en el Estudiantes. En todos los años en que jugué no recuerdo haber visto a mis padres (ni a los de ningún compañero) en las gradas: era algo inimaginable, que hubiera cubierto de oprobio al desdichado. Así que ahora que son mis hijos los que se pasan las tardes danzando por esos campos de Dios aplico la misma regla y no aparezco por allí, o más bien aparecía, porque se ve que los tiempos cambian y ahora acuden padres y abuelos y familias enteras a hacer de júligans de los chavales, y éstos, en vez de envenenar a toda la parentela para evitar el bochornoso espectáculo, se toman a mal la educada ausencia de los discretos. Así que para demostrar que soy un padre tan bueno como los demás he empezado a asistir los sábados por la mañana a los encuentros de fútbot-sala de mi hijo pequeño, que tiene 9 años y juega en el equipo del colegio y participa en una liga con los equipos de la zona (Villaverde y Orcasitas, barrios casi obreros, si es que quedan obreros en Madrid), que son un montón. Y ha ocurrido lo inevitable, que me he vuelto adicto y vivo los partidos con una tensión que no desmerece ante la de los míticos forofos de antaño, que sufrían ataques cardíacos en las finales (o como Bódalo, del que se cuenta que salía al escenario con un transistor en el bolsillo cuando le coincidían partidos de Copa de Europa -Champion lig en la pretenciosa jerga de nuestros días- del Madrid con una obra de teatro), y más teniendo en cuenta que la torpeza de la edad (la de los niños, no la mía) hace que cualquier barullo sea ocasión peligrosa y haya constantes alternativas en el marcador.
Y, para mi estupor, he descubierto que mi hijo es el líder del equipo. Como en casa es el más pequeño mantiene una lucha constante por llamar la atención y no para de hacer el ganso y decir lo primero que se le pasa por la cabeza, que suele ser una chorrada, para no ser menos que sus hermanos, que no desperdician ocasión para machacarlo. Yo con la mitad de lo que soporta estaría hundido para una semana, pero yo era el hermano mayor de cuatro, así que no puedo compartir su experiencia. Bueno, pues es pisar el campo y ponerse a dar órdenes a todos sus compañeros, y lo más raro es que le hacen caso. Supongo que tiene eso que llaman los periodistas deportivos "visión de juego": hoy, por ejemplo, ha recibido un balón de espaldas a la portería, lo ha protegido ante la avalancha de contrarios que se le han venido encima (porque a esa edad los niños se echan encima del balón en seguida), ha conseguido darse la vuelta y dar un pase al hueco que ha dejado a dos compañeros suyos solos ante el portero, al que han fusilado. También ha metido un gol mediante el infalible método de darle un punterón a balón desde el quinto pino y conseguir que un defensa lo desvíe torpemente antes de que llegue a la portería. Hoy han perdido 5-4, el sábado pasado ganaron 3-2 (en el último minuto); total, que ya es impensable hacer otra cosa los sábados por la mañana.
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