Ya se ha contado muchas veces, en los sesenta un montón de directores con décadas de oficio a las espaldas dieron carpetazo a su filmografía entre la indiferencia generalizada, mientras la crítica y supongo que el público se rendían a las nuevas escrituras cinematográficas, que hoy nos parecen trabajos de parvulario.
Algunas de esas obras han ascendido a los altares, como Gertrud y el último Ford; otras, como Un gánster para un milagro o La condesa de Hong Kong, parece que tendrán que esperar un poco a que soplen tiempos más propicios (cito las que he visto en los últimos meses en el cine).
Hace unos meses se anunciaba a bombo y platillo el descubrimiento de una filmación amateur de Chaplin haciendo el chorra en un yate, o algo por el estilo, descrito en los medios como un hallazgo capital; por la calidad de la copia que pasaron ayer en la Filmo de La condesa de Hong Kong (A countess from Hong Kong; el artículo indeterminado del título original es clave) no parece que nadie se haya tomado la molestia de cuidar la última película del director, película que, si hacemos caso al programa de mano, no tuvo en su día elogios y se tuvo que conformar, en el mejor de los casos, con defensores.
A countess from Hong Kong es, por supuesto, magistral, melancólicia en su condición de autoconsciente emblema de un fin de raza (Chaplin, que se había despedido de su personaje en Candilejas y de su condición de figura pública en Un rey en Nueva York, sólo aparece brevemente como el veterano jefe de camareros del barco) y bastante altiva, orgullosa de mostrar como se hacía un cine que estaba en vías de saparición.
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