domingo, 13 de diciembre de 2009

Sobre una teoría acerca de un cierto tipo de final suublime


Mis compañeras de blog conocen mi irrefrenable costumbre (prácticamente convertida en pasión) de elaborar teorías acerca de todo lo divino y humano, teorías que por extrañas razones suelen manifestarse erróneas cuando tienen que confrontarse con la realidad (predije con argumentos irrebatibles que McCain ganaría las elecciones presidenciales de los Estados Unidos, y que la Nomenklatura chií no permitiría otro reinado del inefable Ahmadinejad, por poner ejemplos recientes).
La reflexión de esta entrada viene impulsada por la revisión de City Lights ayer tarde en una felizmente atestada Filmoteca, y da por supuesto que todo el mundo conoce la película (lo que la experiencia me dice que es mucho suponer), una de las mejores de la historia del cine.

Ayer me sorprendió descubrir el sustrato obsceno que tienen varios gags, que giran acerca de una posible homosexualidad de Charlot: esta imagen de la primera secuencia en que es "sodomizado" por una estatua, la mañana en que despierta en la misma cama que el millonario que sólo lo reconoce cuando está borracho, el boxeador que confunde sus atenciones con un intento de flirteo. En otras ocasiones es lo escatológico lo que se utiliza explícitamente (el protagonista trabaja en un momento dado recogiendo las heces de los animales de tiro que van por la calzada). Esta obscenidad socava el registro sublime en que se mueve la narración, aunque de lo que quería hablar era del final, probablemente el más célebre de la historia tras el de Casablanca.

Hay películas que se disuelven porque el relato alcanza una encruncijada narrativa irresoluble: una ley implícita a la narración obliga a un devenir que el mismo texto ha hecho imposible. En este caso tenemos a la Cenicienta que acaba de reconocer a su príncipe azul, lo que implica su aceptación como pareja, cosa que es imposible puesto dentro del film porque el principe ha resultado ser un sapo (el reconocimiento se produce cuando Charlot acaba de salir de la cárcel y está en el punto más bajo de su indigencia, sin camisa siquiera).

A pesar del registro memorablemente sublime de la escena (que según la leyenda Chaplin rodó cientos de veces), algo inquietante se filtra en cierta carga vagamente siniestra de la sonrisa del actor/director, sobre cuyo primerísimo primer plano se cierra en fundido la película, como si quisiera dejar claro su derecho de posesión sobre la narración. City Lights es un film sobre el sacrificio del narcisismo, ya que el personaje sabe que la ayuda que brinda a la heroína al devolverle la vista lo excluirá en ese mismo instante de su espacio libidinal, ya que él siempre le ha hecho creer que es un millonario y ella se dará cuenta en cuanto recobre la vista de que no es así, pero el director se muestra incapaz de renunciar a ese final en el que se inscribe como amo del mundo narrativo que filma, algo por otro lado acorde con lo poco que sé de la megalomanía de Chaplin y su control férreo del rodaje (por cierto, que algo ligeramente diferente ocurre con Clint Eastwood, que lleva años inscribiendo en sus finales su abandono definitivo del espacio de la ficción en cuanto actor -o más bien en cuanto icono-, llegando al extremo de lo operístico en Gran Torino, para volver a recaer una y otra vez en el mismo).

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