"Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.
Sabía andar y llegaba hasta el picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo intuitivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.
Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: "una cosa blanca, cerosa"."
Así de brillante es el comienzo de Arthur & George, una novela de Julian Barnes que tiene a Arthur Conan Doyle de protagonista. En esta descripción de la escena primordial que posteriormente se desarrollará a lo largo de toda su obra, lo que el niño Arthur se encuentra es un cuerpo, por supuesto, pero un cuerpo muerto. Un cadáver femenino, el de su abuela materna. Esa ausencia masculina en el punto fundacional de su vida consciente se desarrollará después en la ausencia de un padre alcohólico y pusilánime, manifiestamente incapaz de mantener a su familia, lo que obligará a la madre a hacerse cargo del mantenimiento y la educación de su numerosa prole. Al menos en las 50 páginas que llevo leídas el joven Arthur mantiene una adoración sin límites por su madre, lo que influye en la relación "cabelleresca" que mantiene hacia las mujeres, y que explicaría la peculiar relación que con ellas mantiene el más conocido de los personajes de Conan Doyle.
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