El discurso que domina El hombre elefante es el científico (estamos en plena era victoriana). La mayor parte del film transcurre en el hospital más aprovechado de la historia del cine, del que se nos muestran prácticamente todas las dependencias, desde el quirófano hasta la recepción, sin olvidar cocinas, salas de enfermeras, calderas y hasta las tuberías del subsuelo.
Minando ese orden positivista, como es presumible en Lynch, se encuentra un subsuelo obsceno, tabernas, prostitutas y, sobre todo, el mundo de los monstruos de feria. En la intersección de esos dos planos de la narración es donde se inscribe la aparición de John Merrick, el hombre-monstruo que parece condenado a pensarse a través de esos dos órdenes de discurso: el del espectáculo siniestro y el de la objetividad científica. El Hombre Elefante se podría leer como la epopeya de la dificilísima emergencia del sujeto en nuestra contemporaneidad, y sitúa en la época victoriana el último momento en el que todavía los metadiscursos de Occidente (la religión, el arte sublime) resultaban operativos.
Desde la habitación de Merrick apenas llega a percibirse la torre de la Catedral de Londres, a punto de ser axfisiada por el crecimiento urbanístico e industrial. Sin embargo, él es capaz de reconstruirla en una maqueta, donde, según se acerca su final, puede inscribir su nombre. Sin embargo, esta misma maqueta (que representa un orden simbólico en el momento en que está a punto de venirse abajo) es extremadamente frágil y yacerá por los suelos cuando la habitación sea invadida por una horda de borrachos y prostitutas.
En esa misma época se sitúa la acción de Qué verde era mi valle!, probablemente el film con más canciones populares hasta la llegada de Terence Davies (incluso en un momento dado el coro del pueblo es requerido para que cante ante la reina). Al igual que Las uvas de la ira, el film muestra como la progresiva industrialización va minando el orden patriarcal y desestructurando la familia. Aquí el prestigioso patriarca de una saga de mineros galeses va descubriendo como todos los valores en que se asentaba su mundo no valen nada ante el avance de las fuerzas impersonales que configurarán los tiempos venidedros.
Al igual que en El Hombre Elefante, en el film de Ford abundan los fuegos (que como es habitual en el director abarcan desde el fuego civilizado del hogar hasta la acción destructora de lo real) y los planos con humo, una especie de heraldos del mal (por cierto, también se reciita el Salmo XXIII). Las dos construcciones que presiden el pueblo son las torres de la mina y la iglesia, campanadas y sirenas puntean cada acontecimiento social. Contada desde el punto de vista de un niño, los mineros suelen ser filmados desde un suave contrapicado que les dota de una estatura hercúlea, aunque no veremos el subsuelo de la mina hasta que el protagonista se inicie en el rito masculino del empuje de carretillas con carbón, mientras que la iglesia va perdiendo si carácter aglutinador para ir escorándose hacia una deriva paranoide de exclusión social.
Film de ritos y canciones, me vi la película con mi hija, a quien le encantó (aunque, curiosamente, la juzgó muy triste). Vista desde el punto de vista de un padre de familia con tres hijos (o sea, yo), a ratos más que unos galeses alrededor de la mesa parecía aquello una peli de ciencia-ficción en el que se retrataba a un grupo de extravagantes culturas extraterrestres en las que hijos obedientes y respetuosos hablan en la mesa sólo cuando recibían permiso del padre, y entregan todo su jornal a la madre antes de entrar en el hogar, como un tributo a la deidad que reina incontestada en sus dominios.
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