domingo, 6 de abril de 2008

Ciudadano Kane en el Bellas Artes




En uno de esos ciclos que organiza el Círculo de Bellas Artes incluían Ciudadano Kane, que hace treinta años encabezaba todas las listas que se hacían acerca de las mejores películas de la historia del cine, a pachas con Ordet y El acorazado Potemkin. Las tres han bajado en el ranking bastantes puestos, porque así son las modas, y ahora en el Olimpo señorean Vértigo y Centauros del desierto, junto con alguna importación japonesa (Ozu o Mizoguchi, salvo que algún exquisito meta a Naruse, por ejemplo). Hace poco me vi Ordet y El acorazado, y siguen siendo muy buenas y apasionantes, y hasta cierto encono de nuestra época hacia la alta cultura les ha venido bien para redescubrirlas con nuevos ojos (Dreyer como uno de los directores más carnales y eróticos de la historia, Eisenstein como el gran voyeur del cuerpo masculino, ambos como los grandes testimonios de la imposibilidad del goce femenino); y como hacía siglos que no me veía la famosísima peli de Orson Welles decidí ver qué tal aguantaqba, y de paso me llevé a mis hijos mayores, para ver como la recibían ellos, que no tienen ninguna noción del canon fílmico. Algo me decía que me aburriría, o al menos me decepcionaría. Pues bien, a pesar de la pésima copia proyectada, Ciudadano Kane sigue siendo una estupenda película, en la que los elementos más llamativos no molestan (el uso de angulares, los soberbios movimientos de cámara-hay que ver que maravillosos maquinistas tenía que haber en aquella época en Hollywood-), y de repente emergen aspectos a los que no se había prestado atención, lo bien escritas e interpretadas que están muchas secuencias (la escena en que se reúnen Kane, su mujer, su amante y su rival político en un apartamento es extraordinaria). Uno recordaba la puesta en escena más megalómana, y aunque es cierto que hay una ruptura con lo que era el estilo clásico de la época (por ejemplo, en la autonomía de la cámara con respecto el devenir narrativo, algo que sería marca de la casa de la modernidad cinematográfica), la densidad narrativa hace que el estilo visual no fagocite la película, algo que sí ocurriría en posteriores películas de Welles.

Sobre la gestación de esta película se ha escrito muchísimo, y apreciar muchas de sus novedades requiere una labor arqueológica sólo para eruditos (a mis hijos no les llama la atención para nada que se vean los techos de los decorados, o la profundidad de campo, o ciertos trucos visuales de los que les encanta hablar a los profesores de las universidades). Pero es obvio que quien se lo pasó pipa fue Gregg Toland, el reputadísimo director de fotografía que participó encantado en esta aventura. En los títulos de crédito aparece al mismo nivel que el propio Welles, y mucho del film es obvio que se le debe a él y a la estética expresionista con fuertes contrastes que reina en el film, plena de significación (un ejemplo: cuando Kane redacta el manifiesto ético para el periódico, su rostro se encuentra a contraluz, en la oscuridad, mientras sus dos compañeros tienen las caras iluminadas, lo que da un tono inquietante y ambiguo al pronunciamiento).
Hay que volver siempre a los textos! Corremos el peligro de dar por sabidas las obras más prestigiosas. La semana que viene, en el mismo Bellas Artes, ponen Centauros del desierto. Esperemos que esta vez se traigan una copia en condiciones.

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