Acabo de terminar El Pentateuco de Isaac (la editorial Libros del asteroide pone un párrafo de agradecimiento al lector en la última página de sus volúmenes por el interés dedicado a la lectura de la obra, y también agradece el que la recomiende si le ha gustado, cosa que hago aquí) y antes de zambullirme en Tokio blues, primera novela de Murakami (que imagino que tiene demasiados lectores como para que todavía se le considere autor de culto) que leo, voy a dejarme llevar por el teclado en un diltante ejercicio de ensayo cinematográfico para solaz de los cientos de miles de lectores que tiene el blog; y eso a partir de una película que vi en la filmo y de la que no hablé en su día, Los tiempos cambian, de Techiné (director que no está mal pero cuya dirección de actores siempre me chirría un poco, no sé por qué). En ella dos hombres aparecen en Marruecos con distintas excusas pero con la intención clara de recuperar una pasión antigua. La historia principal es la de Gerard Depardieu, jefe de obras de un macroproyecto en el magreb cuyo único interés es reencontrar a la Deneuve, que fue su gran amor treinta años atrás y a la que nunca ha podido olvidar (al contrario que ella). La otra aventura, como una sombra, es la del hijo de la Deneuve, que tiene medio acogida a una inmigrante marroquí desquiciada, pero que intenta recuperar a un joven árabe con el que vivió también su gran aventura en París. Ambos reciben sus heridas por su atrevimiento de intrusos, pero nada como el sacrificio para demostrar la sinceridad de los afectos. Rodada cámara en mano en ese estilo de grado cero de la puesta en escena que es una de las pestes del cine actual, la figura anticuada de ese amante fiel de por vida representa una especie de nostalgia de otro cine, un virus de clasicismo ético y estético que se cuela en esos universos familiares o sociales en descomposición que tanto le molan a Techiné. Y a lo que iba: la película termina con un (pequeño) milagro, que es una manera estupenda de terminar una película, y que no voy a contar por si alguien se anima a verla (y tampoco lo del milagro garantiza nada: recordemos que Rompiendo las olas, la película más detestable de los últimos treinta años, en reñida competición con Babel, también terminaba con uno). Y me he puesto a recordar momentos similares en el cine contemporáneo: el campeón en este asunto es (el último) Almodóvar, donde la concepción (o el acto sexual en general) están del lado de lo siniestro, y el alumbramiento (sorprendentemente) del lado de lo sublime, o explícitamente milagroso: la resurrección de Leonor Watling en Hable con ella, la desaparición del sida en el bebé "colectivo" de Todo sobre mi madre o el espacio de libertad política que abre la venida al mundo del hijo de Liberto Rabal y Francesca Neri en Carne trémula. Almodóvar participa de esa corriente contemporánea que invierte una de las grandes cuestiones teológicas de todos los tiempos, cuya interrogación podría formularse así: ¿Cómo es posible que el Bien (o la bondad) surja en el mundo, si Dios no existe (o en planteamientos más radicales, es manifiestamente malvado o impotente)?
Paso ahora al milagro más modesto de la historia del cine: ¿Dónde está la casa de mi amigo?, obra fundacional de Kiarostami (al que el nombre de este blog rinde homenaje) es uno de esos relatos de iniciación modernos de los que se habla aquí de vez en cuando: un niño tiene que llevar a cabo una tarea a través de laberintos y pruebas (encontrar el domicilio de su despistado compañero de pupitre, sobre el que pende una amenaza de expulsión si no lleva los deberes hechos en el cuaderno que se ha olvidado en clase) pero todos los posibles destinadores son incompetentes (no le dan nunca la dirección correcta) o malvados (el abuelo que elogia el castigo físico, el maestro que encarna una ley absurdamente intolerante, el padre perezoso que lo castiga injustamente). La consecuencia es lógica: el pequeño héroe nunca encontrará la casa de su amigo. Pero por la noche (y asociado a la figura de la madre) recibe (literalmente) el soplo del espíritu (que si mal no recuerdo es rüh en la terminología mística chiíta) y encuentra la solución al problema (muy simple: le copia los deberes y le entrega a la mañana siguiente el cuaderno completado). Cuando el profesor abre el cuaderno, además de los deberes aparece una flor entre las hojas del mismo (que tiene su justificación diegética, que por eso hablo del milagro más modesto).
Como ya se me hace demasiado larga esta entrada, que no creo que Mercedes siquiera la empiece, dejo a los virtuales lectores la narración de algún otro ejemplo que les haya gustado en los últimos tiempos; y para un descanso en la lectura de Murakami una sesuda argumentación contra la lectura religiosa de Dreyer, el del milagro más famoso de la historia del cine.
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