domingo, 24 de agosto de 2008

Stendhal y los happy few

Stendhal dedica alguno de sus libros a los happy few; siempre consideró que sus obras eran para una selecta minoría, y es famosa su profecía de que pasarían 100 años antes de que pudieran comprenderse, profecía que Steiner decía que se había cumplido casi con total exactitud. Hoy los stendhalianos forman una secta bastante extensa y renovada constantemente (a mí me inició mi padre, que me compró Rojo y negro cuando tenía catorce años), y la pasión por el escritor es un virus fácilmente contagioso.
Como ya he contado, La Cartuja de Parma viene a ser una novela de iniciación sin iniciadores. El principal personaje en la vida de Fabricio del Dongo es su tía, la duquesa de Sanseverina, que alimenta una desenfrenada pasión incestuosa por él que es el motor principal de la obra. El peculiar humor de la obra se advierte en detalles como el abate Balnes, padre simbólico de Fabricio y a la vez chiflado astrólogo, ejemplo de esa categoría tan posmoderna como es el sublime irrisorio o ridículo; o en el hecho de que se dedique a contar meticulosamente todas las intrigas de una corte que gobierna una provincia con menos habitantes que Aranjuez, y para ello tome como modelo las memorias de Saint-Simon (como se explicita en el hecho de que el Príncipe de Parma posea un retrato de Luis XIV). Pero los personajes masculinos de La Cartuja... son manifiestamente débiles frente a los femeninos, cuyos deseos (o más bien pulsiones) son los que gobiernan la ficción; no sólo la duquesa sino su doble especular y enemiga declarada, la marquesa de Raversi.
Con estas premisas, está claro que el protagonista podía acabar como el rosario de la aurora (o sea, con una psicosis galopante), pero para no quitar emoción a los posibles lectores no cuento nada del final, tan apasionante como demencial, y es que Stendhal no se detiene en triviales asuntos como la verosimilitud, virtud tan despreciable como los burgueses a los que ridiculiza siempre que puede.

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