En Europa personajes como Berlusconi, Haider o Le Pen han construido su carrera sobre la base populista de la necesidad de hacer política para el pueblo, y lejos de los usos habituales de la corrupta clase política convencional. Obama se ha sumado a este ilustre grupo de prestigiosos intelectuales con su matraca sobre el cambio y el deseo de una nueva forma de hacer política. Si no fuera porque desde siempre he creído que va a ganar McCain, sería para echarse a temblar ante la posibilidad de que el senador más inexperto que hay en Washington se hiciera con la presidencia del país más poderoso del planeta, y en un momento en que la algo delirante y bastante visionaria (en el peor sentido de la palabra) política exterior de Bush ha puesto de manifiesto la impotencia real del supuestamente omnipotente monarca (el último ejemplo, la crisis de Georgia, que parece que los rusos se quedan patrullando por allí para que quede claro que los supuestos aliados incondicionales nada pueden hacer), y se me escapa el entusiasmo que por todas partes ha levantado. A mí me parecía bastante más presentable Hillary Clinton, que además tenía la ventaja de no resultar tan simpática como su marido, un buen presidente que bombardeó una cantidad impresionante de países sin que a nadie le importase lo más mínimo (así, a bote pronto, recuerdo Serbia, Libia, Sudán e Irak, a éste todas las semanas). No sabemos lo que Obama hará en Irak, pero, ya que tantas comparaciones se hacen con Vietnam, habría que recordar que la época de la guerra casi fue paradisíaca comparado con lo que ocurrió después en ese país, cuando los americanos (y después de ellos todo el que pudo escapar) se marcharon de allí.
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