jueves, 7 de abril de 2011

La fase del espejo roto


El protagonista de La mitad de Óscar (protagonista al que llamaremos Óscar a partir de ahora) comienza el film sentado en espacio bastante raro, una salina que no se sabe bien si está abandonada pero que desde luego está desierta. En contraplano vemos (y ve) unas montañas áridas que cierran todo el horizonte, y de donde surge un camino por el que veremos avanzar al que en un relato clásico sería el mensajero o el destinador simbólico, y que aquí es una figura vagamente paterna (un compañero recién jubilado) que viene a pegar la hebra y traer un túper con comida (función nutricia ésta que antaño era eminentemente materna).

Además de pasar el día solo en su trabajo y la noche solo en su casa, Óscar cuida a un abuelo que vegeta terminal en un hospital, otra figura de ascedencia paterna que no es capaz de articular ninguna palabra. Ese paisaje arrasado en el que vive Óscar, y esa carencia en el campo de la palabra paterna nos indican que el protagonista vive en esa fase en el que el objeto absoluto de deseo se ha eclipsado, dejando en su lugar un fondo completamente erosionado. Un vago sustituto de ese objeto aparece en el film, así como unos tan infructuosos como desesperados intentos por conectar el deseo a ese otro cuerpo.

La mitad de Ósacr ilustra perfectamente la espinosa categoría de la castración simbólica, si bien la ilustra por ausencia. El conflicto se desencadena cuando regresa (del pasado, del extranjero) ese objeto primigenio, pero que ahora mira para otro lado, hacia otro hombre, algo así como Casablanca sin faro y sin nazis a los que vencer (aunque aquí el referente obvio es Antonioni). Si la película se libra de cierto manierismo autoral y autista es por la extraordinaria escena del taxista, en el que Óscar no aguanta que le devuelvan su historia en un género completamente diferente a aquel en el que se ha encerrado, y la película se abre a otras posibilidades.

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