Como hay quién me acusa de que todos los personajes femeninos de los que escribo parecen el mismo, voy a hablar de uno diferente, que además tiene la fortuna de aparecer en la que probablemente sea la película más feliz de la historia del cine, además de una de las más desmelenadamente eróticas. No conozco a ninguna mujer a quién no le guste El hombre tranquilo, e imagino que parte de la culpa la tiene Mary Danaher, esa testaruda pelirroja que tan claro tiene su deseo y que tantos desvelos y trabajos se toma para conseguirlo. Habría que interrogarse seriamente acerca de la popularidad de esta película, pues su tema central es diametralmente opuesto a la doxa dominante acerca del sexo como uno de los compartimentos del ocio y una práctica estrictamente privada. Si algo está claro en la película, es que tan vital es para la supervivencia de Innisfree como comunidad que Sean Thorton y Mary Danaher acaben juntos en la cama, como que lo hagan en condiciones: el sexo es una pulsión potencialmente devastadora pero imprescindible (en Ford abundan los fuegos, tanto arrasando casas como calentando hogares o cocinando alimentos), sagrado en un sentido batailleano, y todos los habitantes son conscientes de que se juegan mucho en el hecho de que la relación llegue a buen término.
El cine es prácticamente el único espacio que en nuestra contemporaneidad ha mostrado hombres a la altura de la demanda del goce femenino, y no hay duda que esta película de Ford es una de los ejemplos más precisos y gozosos. Mary es una de las mujeres más desaforadamente deseantes que se han visto en la pantalla, pero exige a Sean una serie de pruebas que demuestren que está a la altura de su deseo, a la par que demanda que la valore públicamente, ante sus vecinos, lo que implica, en último término, un enfrentamiento físico con el hermano de ésta (el varón que, en ausencia del padre, debe entregarla con todos los atributos del objeto valioso, en este caso la dote). Un malentendido hace que ella piense que la renuencia de Sean a exigir por la fuerza lo que, a la postre, la hace valiosa, se deba a la cobardía, aunque el espectador sabe que es debido a otro tipo de terror: Thorton fue boxeador, y en una pelea mató a su contrincante: el verdadero trauma no es tanto la muerte en sí como el goce siniestro y exultante que le invadió en ese momento. Mary se empeña en sus exigencias hasta un punto en que la comunidad se ve amenazada, pero no transige (casi se podría decir que es una heroína en sentido lacaniano, al no cejar en su demanda). La pelea final se convierte en un jolgorio en la que todo el pueblo participa, un ejemplo de fiesta transgresora (en la que hasta la autoridad tiene un papel) que sustenta la cohesión social. Sólo una persona se la pierde, la propia Mary, que sabe cuál será el resultado para su vida gane quién gane la pelea.
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