De Jacques Audiard sólo había visto su primera película, Regarde les hommes tomber, de la que recordaba vagamente que era un relato de iniciación moderno (esto es, uno en el que tanto el iniciador como el iniciado -sobre todo éste- eran tontos del haba) sobre asesinos a sueldo o algo así, deliberadamente confusa, con una cámara que se movía todo el rato y estaba siempre encima de los personajes. Nada me incitaba a repetir, pero con un título tan bonito no hay quién se resista, pero se ve que Audiard reserva el talento para el nombre que le pone a sus films y luego se echa la siesta. Aquí tenemos a un chico metido en el lado más sórdido (si es que hay otro) del negocio inmobiliario, algo que le viene de un padre más bien impresentable, en el que resurge el lado angelical que al parecer le aportaba la madre (según creí entender suicidada) mediante la música y, en concreto, el piano. En una escena le vemos soltando ratas o destruyendo el suelo de un apartamento para evitar que se cuelen okupas, y en la siguiente está haciendo esfuerzos ímprobos por recuperar sus habilidades pianísticas de la mano de una discreta oriental, con algún intermedio en que aparece el padre pidiéndole algún favor más bien sucio. Y así hasta que me fui de la Filmoteca, que no hay peor sensación que la de estar perdiendo el tiempo en un cine.
1 comentario:
Lo acabo de terminar y me parece de lo mejor que he leído en mucho tiempo.
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