miércoles, 1 de diciembre de 2010

El último caballero


Ponyo en el acantilado pertenece a ese género de los cuentos maravillosos en el que un ser (generalmente femenino) perteneciente a un mundo caracterizado por permanecer al margen de la temporalidad humana (y su correlato inevitable, la mortalidad) da el salto "ontológico" a la humanidad por amor a un hombre.


Ponyo es una princesa-pez, un ente divino (sin que ella lo sepa) que vive bajo la custodia de un desconcertante padre, a la vez inquietante y vagamente ridículo, una figura insuficiente en su marcada caracterización romántica (vive solo en el fondo del mar, aunque protegido por una burbuja de aire, ya que debido a su ineludible condición humana -de la que narcisísticamente reniega- es incapaz de fundirse realmente con el sublime fluir de la vida acuática). Este padre vive obsesionado por mantener a Ponyo encerrada en un limbo asexuado, en la típica estructura incestuosa paterna por la que se quiere mantener a la hija ajena al conocimeinto del goce.


En una excursión de nuestra princesa con cuerpo de pez y cara de niña por las peligrosas aguas del entorno humano se tropieza con Sosuke, un cariñoso y simpático niño de 5 años del que cae rendidamente enamorada. Lo más desconcertante de Ponyo en el acantilado es que, a pesar de (o tal vez debido a) que sus protagonistas son niños pequeños, las pulsiones libidinales que les habitan son extraordinariamente potentes. Así, la encarnación en cuerpo de niña de Ponyo, lejos de ser un acontecimiento apacible, desata una apocalipsis arrasador que a punto está de hacer desaparecer la tierra, apocalipsis que se visualiza en una espectacular imaginería de frenesí acuático, metáfora de un anhelo desatado de goce.


Como en la película se explica de manera muy precisa, Ponyo tendrá que someter esa pulsión destructora que habita en su interior (propiamente, el trabajo de construcción cultural del espacio humano) para poder vivir su historia de amor, para lo que contará como iniciadora a la madre de Sosuke, que significativamente trabaja cuidando ancianos en una residencia, una sutil manera de inscribir en la película el horizonte de mortalidad que le espera a Ponyo debido a su elección (por cierto, que para desesperación de nuestro Ministerio de Igualdad, Ponyo es el nombre que a la princesa le pone su amado, y a partir de ese momento reniega del apellido familiar y exige que se la llame con el apelativo con el que ha sido "marcada" por su objeto de deseo).


El salto que da Ponyo, por supuesto, tiene sus riesgos. Si yerra en su elección, esto es, si su objeto no está a la altura de su sacrificio, el destino que le aguarda a nuestra heroína es "convertirse en espuma de mar", la aniqulición del sujeto. Aquí, sorprendentemente, Miyazaqui "radicaliza" el cuento tradicional: las melusinas y ondinas de nuestra tradición solían regresar a la plenitud de su mundo submarino cuando sus partenaires inevitablemente incumplían las partes del acuerdo, aquí la apuesta de Ponyo es absoluta, no tiene vuelta atrás.


El único pero que se le puede poner a esta extraordinaria película es que cuando llega el momento de confrontar a nuestro heróe con la prueba que demostrará su capacitación para estar a la altura del desafío que se le propone, la escena se resuelve en un insustancial interrogatorio en el que Sosuke confirma que acepta a Ponyo aunque sea un pez, lo que parece poca cosa para acreditar al protagonista como heraldo del goce fálico y salvador de la humanidad (lo que vienen a ser las dos caras de la misma moneda).

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