domingo, 9 de octubre de 2011

La mugre y lo sublime


Aunque muchos espectadores (y directores) no sepan nada de ella, Stalker es una de las películas más influyentes de las últimas décadas, y no, evidentemente, por lo que cuenta (una alegoría reaccionaria sobre la desaparición de lo sagrado a manos de los científicos y de los intelectuales, un poco en plan Dostoievski), sino por la fascinante imaginería postindustrial que se gasta, y que posteriores superproducciones carísimas han intentado emular sin acercarse a la pasmosa fisicidad que el ruso conseguía sabe Dios como (que es el que sabrá como la Unión Soviética ponía tal cantidad de medios y de pasta para hacer, por ejemplo, ese descomunal canto a la Santa Madre Rusia y a la Santa Madre Iglesia que es Andrei Rubliev).



Stalker comienza con unos travellings majestuosos e imponentes que recorren la casa más mugrienta que el cine haya conocido nunca, que si bien en otras pelis de Tarkovski también aparecen, solían alternar con dachas relucientes, evidentes emanaciones de esa madre fascinante que aparece a ratos en sus películas, antes de que todo se vaya a pique. En Stalker el período de esplendor se lo salta el director, y entramos ya en plena ruina en el dormitorio materno, donde el stalker (que para quién no lo sepa no es un acosador, sino el guía furtivo que lleva ilegalmente curiosos al interior de la Zona, un espacio misterioso y prohibido sobre el que circulan rumores tanto siniestros como sublimes) duerme con su mujer y su hija.

El stalker se prepara para una nueva visita guiada, pero su mujer le echa en cara que se marcha para alejarse de ella y de su familia, y que más valdría que hiciera algo de provecho en vez de empeñarse en chorradas como preservar los últimos resquicios de lo sagrado en el mundo, que eso no da de comer. Y es que da igual que uno se vaya al fútbol, a tomar cañas con los amigos, al cine, de putas o a salvar la Tierra de los alienígenas o de los banqueros, a tu mujer siempre le va a parecer que te piras para huir de su lado (todo hay que decirlo, la escena es tan poderosa que uno sospecha que de pequeño Tarkovski tuvo que vivirla de manera parecida).


Los curiosos que quieren adentrarse en la Zona son un novelista de éxito con pinta de capullo (lo que se verá confirmado posteriormente) y un profesor con aspecto de derrotado (más bien parece un pescador a punto de jubilarse), y que ha tenido ya algún contacto con la Zona. La mejor escena de Stalker es la de la entrada en ese espacio prohibido, con ese look de campo de concentración que se gasta, alambradas, soldados, barro por todas partes, trenes fantasmales que salen de una niebla filmada en un extraordinario blanco y negro.



La Zona es en color, vemos un montón de hierba por primera vez, aunque aquí y allá se ven residuos de la industrialización, postes telefónicos abatidos, coches calcinados, ruinas, jeringuillas y casquillos emergen inesperadamente de apacibles riachuelos. El centro neurálgico de la Zona, y destino del viaje iniciático de los protagonistas, es un cuarto donde, según el stalker, se cumple el deseo más íntimo y verdadero de cada visitante. El paraleismo del filme con el arquetípico relato místico es evidente, pero en Tarkovski la narración se va enquistando, entra en marasmos, encuentra a menudo resoluciones irrisorias, como esa manera desconcertante de encontrar el camino que tiene el guía, que es arrojando unas tuercas a las que se ata un pañuelo (uno de esos rituales sin sentido que pueblan su cine), o ese teléfono que aparece en el edificio, también cochambroso, donde les aguarda el cuarto que les devolverá su imago vera. Como en Sacrificio, el deseo de una Presencia trascendente que garantice el sentido de la vida (o del relato) se resuelve en un quiebro sarcástico, en el último film del director ruso eran los loqueros que se llevaban al prota y cuya aparición denunciaba toda la historia del sacrificio como una pantomima psicótica; en Stalker esos tres hombres en medio de un edificio ruinoso comprendiendo que están haciendo el primo mientras les cae un chaparrón, o el monólogo en el que la mujer le cuenta a la cámara que su marido es tonto, pero que ella no se imagina otra vida que la que lleva junto a él.

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