sábado, 9 de enero de 2010

Oceanografía del tedio


Son las cinco de la madrugada, una hora perfecta porque la calle y la casa están en completo silencio, y parece que este momento suspendido se va a prolongar eternamente. En unos minutos me llegará el ruido de los primeros autobuses, que siempre imagino vacíos o con un viajero misterioso (alguna vez me ha tocado ser ese viajero), un par de horas más tarde se colarán por la ventana las primeras luces del día y mucho después, puesto que hoy es domingo, se levantarán mis hijos, directos al ordenador y a la videoconsola.

Después del palizón de la semana dedicada a la Presidencia Europea ayer fue un día explícitamente dedicado al aburrimiento. Todo el día en casa con la bata puesta (antaño yo era el único miembro de la familia que tenía una bata, como si fuera el fetiche que asignara la preeminencia simbólica del orden patriarcal en mi familia, pero tanto el deseo mimético como los aires deconstructores del orden logocéntrico/falocrático se han extendido por mi entorno, y todos han recibido de regalo navideño sus respectivas batas, con lo que ayer mi mujer y mis hijos también se quedaron en casa con la bata puesta, haciendo uso del derecho a no hacer nada que otorga esa prenda de vestir desde tiempos ancestrales, o al menos desde Galdós), leyendo en la cama y comiendo a deshoras.


Por la mañana salí un momento a devolver unos libros y dvds a una biblioteca que me pilla muy lejos, pero convencí a mi mujer para que me llevara en coche (yo no conduzco). Es una biblioteca que me gusta mucho porque tiene muchas películas de Bresson y porque tiene un servicio de autopréstamo del que me valgo para sacarme libros con los carnets de mi mujer y mis hijos (a los que, de hecho, les he obligado a que se hagan el carnet para este menester). Siempre que voy saco diez libros o más. Mi mujer no entiende que cargue con tanto libro cuando es obvio que no tengo tiempo de leerlos, pero siempre le tengo que explicar que el placer de comprar libros (o de sacarlos de la biblioteca, que es algo parecido en versión económica) es diferente al de leerlos.


Por la tarde vi con mi hija Una noche en la ópera. Mi hija no había visto ninguna película de los Hermanos Marx; ahora ya conoce el origen de la expresión "esto parece el camarote de los Hermanos Marx". No recordaba la película, sólo las réplicas de Groucho. Cada secuencia es un caos originado por alguno de los hermanos, la trama es un intento in fructuoso de que la sucesión de gags tenga un mínimo sentido. Me encantó una escena que era una utopía de promiscuidad erótico-social, los polizontes que viven escondidos en el baúl de Groucho durante la travesía por el mar hacia Nueva York se escapan la última noche para comer algo y acaban en la cubierta de tercera, atestada de emigrantes europeos. Como van a llegar a puerta se ve que celebran una fiesta, un potlach en el que hay una mesa con una cantidad inverosímil de comida, ante su sorpresa les sirven un plato enorme sin preguntarles nada, primero una torre de espaguetis, luego van añadiendo más comida encima, salsa, una mortadela entera, una hogaza de pan, una botella de vino... Cuando terminan de comérselo todo se hacen cargo de un arpa y un piano que hay por allí y cantan una canción, de repente todo el mundo va vestido con trajes regionales y se pone a bailar, primero de manera algo caótica, pero después la cámara se eleva y en un contrapicado se nos ofrecen figuras perfectas, geométricas, que se hacen y se deshacen como en un caleidoscopio. Luego la cámara se sitúa a ras del suelo y filma las piernas de las mujeres que quedan al aire con los giros vertiginosos, luego vemos caras de niños embelesados con la música. Al final suben los pasajeros de primera al puente y el malo de la peli señala que los músicos y el cantante son polizontes, y la seguridad del barco desbarata la fiesta.

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