Ayer por la tarde, tras regresar del pueblo con la familia, alquilé en el último videoclub que queda abierto en el barrio la película de Indiana Jones que se estrenó este año, la de la calavera de cristal. A mí no me llama la atención la serie; la vi en su momento, cuando se estrenó, y siempre me pareció que carecía de auténtico espíritu de relato de aventuras: algo no funcionaba en el perfecto mecanismo ideado por Spielberg y Lucas. A ésta se le podría echar en cara lo mismo, pero por otro lado varios factores juegan a su favor: si Indiana Jones fue el héroe dominante en el fin de siecle (a pachas con la saga de La guerra de las galaxias, que lleva camino de convertirse en el primer texto sagrado audiovisual de la historia de la humanidad), hoy milita (conscientemente) en el campo glorioso de la Contrarreforma: aunque inevitablemente contaminado por los aires digitales que nos invaden, Spielberg se muestra (aquí) tozudamente fiel a los decorados de cartón-piedra y a una elegante puesta en escena a base de elaborados movimientos de cámara: nada de la rifa aleatoria de planos a la que nos ha acostumbrado el villano de bruckheimer.
Y si políticamente siempre se consideró a los malos de Indiana (antaño nazis, en ésta estalinistas en los estertores del tirano) a la altura de un tebeo, tal vez la valoración se debiera más a las insuficiencias teóricas de la crítica que a Spielberg, que en su espléndida Munich se descolgó con un apasionate fresco cosmogónico donde todo el mundo vio un canto al Mossad. Indiana emerge finalmente como un héroe del judeocristianismo que tiene que hacer frente a las terribles fuerzas neopaganas, prestas siempre a despertar fuerzas telúricas que acaben con el logos occidental, y tal vez no sea tan ingenuo recordar como Hitler & Cía se pirraban por astrólogos y ocultistas, y como Stalin siempre fue supersticioso y proclive a la charlatanería científica.
Indiana es claramente la fantasía del empollón de la clase, el estudioso que atesora los conocimientos acumulados por siglos de historia pero presto a salvar al mundo de los aprendices de mago que amenazan nuestras libertades. En este Indiana post 11-S una sorprendente y extraordiaria secuencia nos indica que el mundo decimonónico de cultura victoriana (esos profesores con pajarita!) ha desaparecido para siempre: en un escenario alucinado, Indiana llega a un pueblo típico norteamericano habitado por marionetas que parodian el prototipo de familia burguesa. Segundos después de la llegada del héroe, ese universo es completamente arrasado por una explosión nuclear.
Es curioso comparar Indiana con Bourne, ese extraño héroe al que se le ha extirpado toda subjetividad, y en su lugar se han almacenado todos los códigos objetivos de la tierra (todos los horaros de trenes del mundo, todos los teléfonos de las policías de cada país, todos los planos de metro, toda la cacharrería informática). En la útima secuencia, el viento trae el sombrero (la identidad Hyke) de Indiana a los pies de su hijo, pero el padre se niega a que se lo quede: ¿algo falla en la transmisión simbólica?¿no está el hijo preparado todavía para la tarea? Probablemente Spielberg no quiera renunciar, todavía, al que sorprendentemente ha resultado ser su personaje más querido.
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