“Conocí a un hombre que empezó orando con los demás ante el altar, pero que se fue aficionando a rezar en sitios altos y solitarios, rincones y nichos del campanario o la torre. Y en cierta ocasión, en uno de esos sitios vertiginosos, desde los que el mundo entero parecía girar a sus pies como una rueda, su cerebro también empezó a dar vueltas y llegó a creerse Dios. De modo que, aunque era una buena persona, cometió un crimen terrible (…). Pensó que dependía de él juzgar al mundo y castigar al pecador. Si hubiese estado arrodillado en el suelo con los demás, jamás se le habría ocurrido tal cosa, pero vio a los hombres paseándose como insectos.”
(El martillo de Dios, Chesterton)
Estoy convencido de que la celebérrima secuencia de El tercer hombre en el que Orson Welles y Joseph Cotten conversan en lo alto mientras miran hacia el suelo y comparan a los viandantes con insectos y cucarachas viene de este párrafo (Graham Greene y Evelyn Waugh forman con Chesterton una peculiar tripleta de escritores católico/ingleses). Todos los místicos advierten de que el mayor peligro que acecha al santo en su camino de perfección es el del orgullo espiritual; y Chesterton no sólo desconfiaba de los integristas religiosos sino hasta de los abstemios y los filántropos profesionales.
Sirva como ejemplo del enunciado de esta entrada (cambiando de tema) la arrogante actitud del merluzo de Sebastián Álvaro, convencido de que la televisión ha existido para pagarle sus absurdos paseos por inhumanos y desiertos picachos.
(El martillo de Dios, Chesterton)
Estoy convencido de que la celebérrima secuencia de El tercer hombre en el que Orson Welles y Joseph Cotten conversan en lo alto mientras miran hacia el suelo y comparan a los viandantes con insectos y cucarachas viene de este párrafo (Graham Greene y Evelyn Waugh forman con Chesterton una peculiar tripleta de escritores católico/ingleses). Todos los místicos advierten de que el mayor peligro que acecha al santo en su camino de perfección es el del orgullo espiritual; y Chesterton no sólo desconfiaba de los integristas religiosos sino hasta de los abstemios y los filántropos profesionales.
Sirva como ejemplo del enunciado de esta entrada (cambiando de tema) la arrogante actitud del merluzo de Sebastián Álvaro, convencido de que la televisión ha existido para pagarle sus absurdos paseos por inhumanos y desiertos picachos.
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