Dos edificios públicos representan para mí las más altas cumbres de la civilización: la sala de proyección de la Filmoteca Española y la Biblioteca Pública María Moliner, que es la que está en mi barrio (acompañada por la Ruiz Egea, que es donde me aprovisiono de dvds). Las dos ofrecen alimento de primera calidad prácticamente por nada (la entrada de la filmo, en mi condición de patriarca de una familia numerosa, me sale a euro y medio, mientras que arramblar con tres libros y tres pelis sale gratis en la biblioteca).
La Filmo tiene en marcha un ciclo de Robert Aldrich, director que no me llama en exceso la atención, y tiene anunciada en su página próximos ciclos de Berlanga, Portabella, Jacques Demy, Raúl Ruiz, Tourneur y Nicholas Ray, más algo que llama O Dikhipen, que no tengo ni idea de lo que es. Y para agosto una retrospectiva de los estudios Mosfilms, donde con un poco de suerte podré ver alguna de esas películas rusas estupendas de las que de vez en cuando habla Jesús Cortés en su blog, y de las que no había oído hablar en mi vida.
El otro día hice un pequeño experimento sociológico y me llevé a mi hijo mayor a ver Doce del patíbulo, que yo había visto de adolescente, para ver qué le parecía a un espectador sin perspectiva histórica y acostumbrado a un cine de acción muy espectacular. Dirty dozen pertenece a un período en el que el relato clásico hacía aguas y empezaban a imponerse tendencias que se expandirían progresivamente; la pérdida de la densidad narrativa, la espectacularización de la acción, la emergencia de la figura del destinador obsceno (o la desaparición del arquetipo del padre simbólico, como se prefiera). Sospechaba que, situada a medio camino, la película se quedase en tierra de nadie y resultase insatisfactoria para el espectador de hoy. Bueno, a mi hijo le encantó, y a mí me sorprendió también la eficacia que el film mantenía. Todavía conservaba cierta densidad "clásica" a la hora de afrontar la narración de un acto heroico, y el clímax alargado en su resolución no responde a la economía de la pura fascinación escópica que arrasa en los interminables filmes de acción de nuestros días, sino que responde a un tempo con una lógica inherente a la acción que se nos muestra. Por otro lado, la ambigüedad moral con la que se retrata la guerra (la película cuenta el lado oscuro de una de las gestas más conocidas de la segunda guerra mundial, el desembarco de Normandía: unos condenados a muerte conmutan su pena por una acción suicida, que consiste en asesinar a los militares que asisten a una orgía en un castillo francés), muy acorde con los años sesenta, no deviene una indiferenciada apología de la obscenidad. Y, para finalizar, a Aldrich le dejaron tiempo para poder dotar de individualidad a sus personajes, nada que ver con esos ridículos estereotipos que pueblan el nunca suficientemente denostado cine de Bruckheimer.
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